Aquiles Báez posee una de las memorias más portentosas que haya conocido. El mismo Funes de Borges palidecería ante los alardes de nuestro músico. No hay melodía que no haya escuchado alguna vez que no quede, para siempre, en la yema de sus dedos (no sé en el caso de los demás, pero en el de Aquiles allí radica su memoria). Estos, sobre las cuerdas de su inseparable guitarra, sueltan la melodía que usted quiera, la que sea, porque de seguro Aquiles la oyó y jamás se le olvidó. Creo que por eso jamás me extrañó el pesado y voluminoso cuerpo del Maestro: es el que corresponde a una rocola ambulante.
La sumatoria memoria más guitarra inseparable, en el caso de un músico tan culto como Báez, da pie a un elemento mágico y vital: la espontaneidad. Y es esta virtud la que llena su música de sorpresas, guiños, risas, asombros y giros insospechados. Cualquier cosa puede pasar cuando Aquiles toca su guitarra; cualquier cosa maravillosa, huelga decir.
Esa espontaneidad le ha llevado a conformar, en los últimos años, lo que quizá sea su formato ideal: el trío. Es un formato cómodo, breve y versátil, bueno para cualquier tipo de travesía y/o aventura. Basta un gesto, una picardía en la mirada, y ya el trío se interna libre en cualquier vendaval.
Adolfo Herrera, un baterista sin límites, virtuoso en sus cuatro extremidades, brinda el basamento percusivo para que el trío navegue a su antojo. Gustavo Márquez, con el bajo eléctrico, sustituye con sobrada solvencia a Ricardo Koch, quien con su contrabajo fue el tercero en la apuesta original de Báez. Ellos acompañan la guitarra del maestro en la montaña rusa de sus memoriosas ocurrencias.
Flanqueado por semejante par, Aquiles decidió enfrentar un proyecto tan riguroso y difícil como sabroso y necesario: las diversas tonalidades, melodías, quiebres, cadencias y arrebatos rítmicos de nuestra música afro. Y para ponerle voz a tamaño reto nadie como Betsayda Machado.
Betsayda se mueve a sus anchas en nuestra música costeña. Muchos años con Los Vasallos del Sol la han llenado de esa experiencia tan vasta y valiosa. No hay vericueto o escondrijo de ese rico follaje rítmico que ella no conozca. Y con semejante bagaje se puso al frente del trío para, como ella sola, seguirle los caprichos a la inventiva de Báez.
El disco, me confiesa Aquiles, fue marcado por la espontaneidad. La mayoría de los temas se resolvieron con los cuatro en el estudio, de un tirón, como si de una fiesta se tratara. El formato de trío, tan utilizado en el jazz, brindó la versatilidad necesaria, y, del mismo jazz, la capacidad de improvisar sobre la marcha: todos para uno y uno para todos, como los tres aquellos que también fueron un cuarteto.
Los alardes de Márquez y Herrera, este último extralimitando su convencional batería para cubrir la rica variedad de nuestros tambores costeños, mas el virtuosismo de Báez en la guitarra, y la sobrecogedora voz de Machado, con un espectro tan amplio de colores y matices, son la sumatoria perfecta para un disco importante y singular, poderoso a la vez que delicado, magnífico.
César Miguel Rondón.
Mayo de 2015.