Día 1. Un bar a cielo abierto, Guaco y el público más generoso de la ciudad; por Willy McKey



Foto: Nicola Rocco

Foto: Nicola Rocco

Esto es Caracas en julio: una montaña con la amenaza de lluvia siempre presente. Durante la hora antes del espectáculo tuvo forma de nube oscura, pero luego fue un calor húmedo el resto de la función. Así es la vida en el trópico.

Las gradas de la Plaza Altamira Sur están repletas. Hoy empieza la cuarta edición del Festival Caracas en Contratiempo con una función del musical VIVO. Ya el elenco cuenta con una legión de espectadores asegurada: Mariaca Semprún, Rolando Padilla y el maestro Cayito Aponte garantizan el apetito de aquellos a quienes no les baste saber que el repertorio de Guaco sirve de columna vertebral a esta pieza con dramaturgia de Eduardo Sánchez Rugeles y dirección de Óscar Gil.

Cada temporada que han puesto en los teatros del país ha sido exitosa, pero esta vez han decidido inaugurar el festival teniendo como único rebotador acústico el pecho de una cantidad enorme de personas que han venido hasta la plaza para cantar con ellos.

“Esto a las cuatro y cuarto ya estaba lleno”. La pareja de madre e hija que puedo leer justo delante de mí están acá desde las tres y media de la tarde. Son amables a la hora de contar cuánto se han perdido aquellos que acabamos de llegar, como que Mariaca llegó de jeans y lentes oscuros y que desde hace rato está en el improvisado camerino: un toldo negro y cuadrado que recuerda los rincones de feria donde los magos esconden sus artilugios de la vista de los niños.

Ahí adentro debe hacer calor. Mucho calor.

Mientras los actores pueden resguardar la magia del show, los músicos tuvieron que asistir a ese ritual que tanto los expone: la prueba de sonido. “No está Adolfo Herrera”, me dice la hija de la dupla que me pone al día. El baterista había sido el director musical de las funciones que ella había visto en Teatro Chacao, pero hoy es Pedrito López el jefe sonoro. El popular “Chipi” Chacón destaca en el conjunto y prueba su trompeta. No la suelta. El conjunto parece entusiasmado y es comprensible: la vibra que emana el auditorio esperando el arranque anuncia cosas buenas.

No es poca cosa lo que se ha articulado para llegar acá. La historia cultural venezolana está llena de festivales que desaparecieron sin poder llegar a una segunda edición y éste ya lleva cuatro. Incluso los más robustos encuentros vinculados con la música se han apocado durante los últimos años, pero Caracas en Contratiempo se mantiene en las mismas fechas del año y pretendiendo la misma calidad. En las gradas casi todos tienen el marcalibros con la programación y agendan mentalmente los conciertos en homenaje a Gerry Weil o a Aldemaro Romero. Se podría apostar que mañana domingo más de uno estará de nuevo aquí, oyendo a la misma Mariaca Semprún junto a Leonardo Padrón y Aquiles Báez con “La Casa Grande”.

Habrá música en la semana de esta ciudad cumpleañera, cada vez menos Sultana y más sonora.

El prólogo a la función no podía estar mejor compuesto: mientras el maestro Aquiles Báez da las gracias por el inicio del festival, desde dentro del toldo de los magos se oye la trompeta de Chipi y un grito de “¡Mierda!” con el cual todo el elenco se desea la suerte necesaria para emprender una función completa al aire libre. En un mismo instante se cruzan, entre una de las avenidas con más tráfico de Caracas y la autopista,  la música con el teatro como una apuesta enorme de ciudadanía.

A las cinco de la tarde con dieciocho minutos empezó la función a cielo abierto de VIVO, el musical. Ver el reloj fue dar con la grata sorpresa de haber podido ser tan puntuales como para excederse en apenas tres minutos del arranque habitual del cuarto de hora que sirve para acomodar una función como ésta en un teatro cualquiera.

Al parecer son muchas las cosas que están cambiando. En nosotros. En la ciudad. En el país.

Todas las canciones escogidas por Sánchez Rugeles para intercalar en la pieza son canciones de Guaco que la mayoría de los venezolanos (incluyendo a más un hater) tenemos en el repertorio. Sin embargo, la dramaturgia ha decidido resemantizarlas, darles un nuevo significado, una nueva entonación emocional que en la noche del estreno sorprendió incluso a Gustavo Aguado. Mi dupla cómplice está a punto de confirmarlo: la hija conocía la pieza, tanto como para percatarse de que el director musical no estaba, pero su mamá no. Se esfuerza en no contarle nada, en dejar que su madre se sorprenda. Y entonces empieza esto.

Tengo la suerte de conocer una referencia con la cual Sánchez Rugeles imaginó esta escena. Se esconde en la película Shame (2011). Es difícil dar con una versión más triste de “New York, New York” que esa de Carey Mulligan. Aquí está el primero (y más ejemplar) de los ejercicios de resemantización de las canciones de Guaco: para este arranque, la idea de Sánchez Rugeles precisaba de una canción que cada espectador llevara atada a lo festivo y así poder mudarlo de registro. De modo que la responsabilidad que hay en que, desde la primera nota, Mariaca convenza al público de pactar con la historia es enorme. Ya convertida en Natalia, su personaje, una afinadísima mujer revive un piano que parece el fantasma de algún sonido que empezamos a extrañar sin darnos cuenta:

“Cada región tiene sus cosas sabrosas
y esas cosas tienen su aroma y color…”

Los versos de “Sentimiento Nacional” dejan de ser una celebración y logran hacerlo rezumar nostalgia y despertar algunas preguntas necesarias. Logran convencernos de que no hemos venido a un concierto, sino a ser partícipes de una manera de narrar el país desde las letras de una banda, sólo que movidas de lugar para pensarnos un poco más allá de la espuma. El arreglo de Quiñones lo logra. Mariaca lo logra. Y eso va a pasar con cada escena, con cada canción.

Al mismo tiempo, varios involucrados en la producción señalan algo: los espectadores que componen el público de esta función han sido especialmente generosos. Hacen silencio, participan, cantan. Se emocionan y es legítimo, es bonito por verdadero. Su atención sólo es secuestrada por el trabajo de los artistas que tienen delante. Es como si hubieran decidido cambiar el paradigma que se tiene de los eventos gratuitos y a cielo abierto. Fueron ellos, los espectadores, los verdaderos magos y arquitectos, capaces de convertir la gradería en teatro, en edificio, en una sala con el Ávila como backing vegetal y el cielo como tramoya de luces.Una función con estas características genera una preocupación evidente: el sonido. ¿Se va a escuchar bien? ¿Y las cornetas? ¿Y el ruido? ¿Habrá baterías suficientes para los micrófonos? ¿Serán buenas? ¿Rendirán? Las probabilidades de que alguna falla se transformara en angustia son altas, pero ahí están Cayito Aponte y el indescriptible manejo de su diafragma. Formado en el rigor de lo lírico y la rapidez del humor, en escena se percibe cómo la maestría de Cayito y su desenvolvimiento es un faro para Mariaca y para Rolando, ambos cada vez más sólidos en el difícil ejercicio de presentarse al público con el ánimo de articular su talento vocal con el actoral.

Uno de los puntos en los cuales la emocionalidad generada por la pieza se evidencia cuando en una pantalla (donde hasta ahora las malas noticias han conseguido enlazar un momento de la pieza) presenta el inventario de nuestros héroes sonoros ya desaparecidos. No hay exclusión ni miramientos: desde Aldemaro Romero hasta Pecos Kanvas, un verdadero paseo de próceres termina en Simón Díaz y su grito de tropel de ganado que sirve de arranque a “El sueño de Simón”. Entonces, Rolando Padilla comienza una versión que saca lo mejor de su timbre y saoco para redondear el imaginario y emprender el camino de salida, que conduce hacia el reflexivo silencio de quien no sabe si ha asistido a una fiesta o a un sueño. Y así hasta que los versos de “Vivo” se convierten en cierre y call-to-action al espectador, en la oportunidad de despertar en cada uno las ganas de hacer algo que tenga la eficacia y la belleza que tiene cantar juntos.

Los aplausos son generosos y, tras los selfies que marcan los tiempos y el avance hacia el metro o los estacionamientos cercanos, en una ciudad que todavía tiene algo del sol de la tarde empieza a lloviznar. Quienes deben recoger los equipos se apresuran, pero agradecen los dos grados menos de temperatura.

Mientras desciende el calor, la hija y la madre apresuran el paso con la promesa de una merienda. Y en plena esquina, apenas escoltadas por semáforos, seis amigas repasan la programación en dos marcalibros que comparten y ven cómo es que sigue este festival. No lo conocían. Son de San Antonio de los Altos. La menor tiene 18. La mayor 22. Mañana volverán a bajar. “Nos encantó la plaza y todo esto, así que mañana volvemos como sea. Esto de La Casa Grande se ve chévere”. Una de ellas remata con quien parece su hermana “¡A ver si traemos a mi papá y mamá! A él le gusta la música de Aquiles Báez y ella ama a Padrón” y consigue su respuesta: “Y nosotras nos encargamos de aplaudir a Mariaca”.

Caracas vuelve a sonar en la terquedad de quienes le creen más a su música que a sus contratiempos.

ADENDA. A minutos de haber publicado esta crónica, llegaron a mí cuatro fotografías hechas por Verónica Esparza, parte de los fotógrafos de Prensa de la Alcaldía ‎de Chacao. En las imágenes se resumía el espíritu de esta pieza, de este festival, de estas ganas de hacer ciudad desde la cultura: personas completamente distintas entre sí recibían de la misma manera la emotiva (y resemantizada) versión que Cayito Aponte y Mariaca Semprún hacen de “Todo quedó, quedó”. En ella dos generaciones contrastan sus visiones de país, sacando a flote las enormes diferencias que existen en sus maneras (y posibilidades) de soñar. Desde que en en la Antigüedad el ser humano se empezó a congregar en auditorios y teatros fue para esto: para que los espectadores pudieran verse reflejados en el arte, en las ideas, en eso que somos y en ver aquello que podemos ser. El teatro convertido en un lugar donde podemos ser humanos y emocionarnos.Entusiasmarnos. Eso que para los antiguos griegos significaba dejar que un dios residiera en nosotros.


Foto: Nicola Rocco

Foto: Nicola Rocco