Por Juan Luis Landaeta* /Fotografías Lautaro Sourigues
En eso que solemos entender por espacio sideral no habita el sonido. Allí, detrás del cielo que alcanzamos con la vista desde Europa, Asia o América, no existe la posibilidad de que la vibración que producen las cuerdas de un violín retumbe. Ni Paganini ni Lennon ni Simón Díaz existen allí.
Tanto la curiosidad que nos enamora y atraviesa de esperanzas como la rabia que despiertan los movimientos en los seres humanos y las convulsiones sociales y políticas tienen en común que ocurren de cara a los hombres y mujeres que también se enfrentan, sin mayores certezas, al hecho musical.
Ese pulso interno, que a algunos nos llega a través de la marea de una costa en el estado Sucre en Venezuela o en las lentas ondas del Hudson River cuando pasa un ferry por Manhattan, es un hilo conductor más potente que cualquier pasaporte o cédula de identidad.
La libertad del arte es una comunión más trascendente, con mucho, que el tiempo en que vivimos, nuestras eras y nuestros intereses nacionales. La música es un lenguaje que vence los idiomas. Es así como Jorge Glem, cuatrista, oriundo de Cumaná, una ciudad de la costa oriental de Venezuela, pudo conectar con Sam Reider, pianista y acordeonista, natural de Nueva York. Jorge apenas pisa el inglés y Sam ni tropieza de lejos el español. A ambos los hizo coincidir Linda Briceño, trompetista, cantante y compositora, quien trabajó con Reider en Jazz for the Young People, una iniciativa que promueve la importancia de este género, así como la democracia y los derechos civiles en Nueva York.
La junta de la tríada desembocó en la primera Guataca Nights, donde encima del escenario había más personas que conocieran a Santa Claus que al niñito Jesús, al pavo que al cochino frito. Este concierto marcó un hito de realización para la plataforma en Nueva York y para todo el equipo que la hace posible. El folk americano y la música venezolana estarían atravesados por la madera y las cuerdas de un cuatro a cargo de Glem y el bajo de Gabriel Vivas, junto al piano y acordeón de Reider, la guitarra de Grant Gordy, Alex Hargreaves en violín y Eddie Barbash en saxofón.
Estos últimos cuatro son miembros del FutureFolkMusic Ensemble, desde el que exploran nuevos sonidos y formas de interpretar el folk americano, colaborando con músicos de todo el mundo. Es decir, salen de su casa procurando escucharla mejor desde afuera, como si la raigambre de una tradición requiera de las otras para entenderse del todo.
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La tarde que grabamos los videos de promoción para el concierto, todos en el equipo teníamos la mirada oscilando entre la fuente de Washington Square, punto de encuentro con Sam para la filmación, y las pantallas de nuestros teléfonos. Bajando y subiendo la mirada, íbamos y veníamos del hecho inevitable que es Venezuela para todos los venezolanos en estos tiempos. La urgencia de cada minuto no solo se lleva paciencias y consume nervios, sino vidas. El dolor y las hondas fracturas políticas de a ratos pretenden absorber todo consigo. Es allí donde el talento y la indiscutible libertad de expresión que es crear o inventar algo entran en juego.
Las divisiones y los odios segregacionistas no están servidos en un solo lado del mundo. Esa misma plaza donde estábamos fue testigo durante los años 60 de importantes manifestaciones culturales y sociales dentro de los Estados Unidos. Allí no solo se dieron cita el movimiento Beat o la guitarra de Dylan junto a la de Báez. Todas las razas, géneros y causas han hecho de sus cuatro esquinas, las suyas. Quizás por eso no había un mejor lugar para hacer lo que Sam propuso cuando a su llegada le explicamos lo que pasaba en nuestro país y, por ende, a nosotros.
Luego de grabar un par de piezas muy cortas, tanto Jorge como él empezaron con paso lento la ejecución de We shall overcome, un himno vital de protesta que se popularizó como bandera del movimiento por los Derechos Civiles en los Estados Unidos. La canción tiene su origen en un góspel compuesto por el reverendo Charles Tindley. De manera que allí estaban un cuatrista venezolano y un acordeonista neoyorkino repasando esos acordes, no solo de protesta, sino de voz frente a la injusticia, cada uno enfrentando el dolor que la desigualdad y el abuso han pretendido establecer en sus países e historias.
Verlos allí no fue solo una clarísima demostración de que a todas las sociedades las persiguen las mismas amenazas, sino que las mantienen y construyen las mismas fuerzas. La conciencia nos hace libres y la voz de cada individuo es su propio instrumento frente al terror. La canción, que traducida al español se titula Venceremos, acercó a una multitud que, muda, empezó a rodear a los dos músicos. Asentían, se detenían. No había nada que explicar frente a esos acordes.
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¿Cómo entra la imagen de una colina rumana en un acordeón?, ¿la añoranza de un pasado remoto en un violín?, ¿la costa y los pescadores del Caribe en un cuatro? Frente al público de DROM, la cultura gitana, el Klezmer y el velorio de la cruz de mayo estaban por juntarse. La escena compuesta de seis músicos, a los que luego se sumarían la voz y la trompeta de Linda Briceño, se encendió con The Murder arrancando con una guitarra misteriosa a cargo de Grant Gordy, el polvo de una carretera en la que anduvo Woody Guthtrie con JJ Cale.
De inmediato el acordeón silbó muy lentamente alrededor de la tensión que se construía, amén del título de la pieza. Con el primer solo de guitarra llegó también el compás del cuatro y su incorporación progresiva al sonido de la banda. Poco se avisaba de lo que haría todo el juego de cuerdas durante el resto de la noche. El caballo del sur echaba a andar desde Nueva York y Cumaná, resoplando nuevos acordes y haciendo esperar su galope.
Amarylis llegó para sumar la madera del cuatro al telón folk de la noche. La entrada que dictó Glem sirvió para que las teclas nacaradas de Reider dieran su vibrato a la pieza original de Daniel Mayz. Es un claro ejemplo de vals venezolano, que además figura dentro del Libro Real de la Música venezolana de Mark Brown. El ascenso de cuatro cuerdas ofreció la mirada concentrada típica de Glem y arrojó en velocidad el repertorio hacia el siguiente tema, Swamp Dog Hobble.
El paso se mantuvo con un claro ejemplo de por qué la música nos dice tanto y prescinde cómodamente de la palabra. Con una bella frase melódica, el tema, original de Reider, genera euforia y esperanza. Terminaron con el público muy emocionado, así como las primeras gotas de sudor en el aire y el barniz del cuatro, el saxo y el bajo sumando calor al momento.
El primer hiato de la noche presentó a la banda en la voz de Sam y dio paso a Crucigrama, de Luis Laguna, con un contoneo genial fruto de la unión entre el saxo de Barbash y el acordeón del mismo Reider. Siguió una típica “fulía cumanesa” de origen folclórico con un arreglo basado en la versión de María Rodríguez. El cuatro de Glem estaba en su patio y poco a poco lo hizo saber.
Una breve respuesta entre acordes agudos hizo la entrada a The Wondering, con Sam despojado de las teclas del acordeón e incorporado a las del Yamaha negro de DROM. La pieza hizo sitio al primer tema lento de la noche. Con una suma mínima y puntual de Hargreaves en el violín, trajo un sosiego que, con César Vivas en el bajo, coqueteó con el jazz, pero cuya naturaleza siguió anclada a otra latitud.
Cerrado el punto íntimo, Sam tomó el micrófono para explicar que el siguiente tema era un “tres cuartos, pero que el bajo se mantenía igual… esto es algo que, si son músicos, van a entender, y si no lo son, no importa, porque es muy cool”. Se trataba de El pez volador, un joropo compuesto por Glem e inspirado en la Avenida Perimetral de Cumaná, desde donde es común ver a los peces saltar y hacer suyo el aire.
Este artefacto de Jorge tiene una particularidad en el cambio armónico y no en uno rítmico, como se pudiera esperar. La idea es que la melodía de la canción “sea” el pez y que el resto de los instrumentos de la banda articulen lo que “es” la naturaleza. Tarea nada sencilla. En la ejecución se lucieron todos, no solo disfrutando, sino incluyendo un solo de Reider que hizo y deshizo un nudo con maestría y luego otro de Hargreaves en el violín, que desembocó en un contrapunto entre Glem y Vivas en el bajo alternando el pam-pam con las percusiones que Jorge hace en su cuatro. Todos impresionantes.
Too hot to sleep dejó de nuevo a Sam solo junto a Eddie Barbash en el saxo, con un sonido que compartió la influencia del cancionero americano de Gershwin y Ellington en el joven compositor, para luego empatar con Dance of the Djinn, en la que volvieron todos los músicos a la tarima. El intro de acordes graves, quizás solemnes, pareció saludar a Stairway to Heaven, de Led Zeppelin. Pronto el arco del violín retomará el algoritmo veloz para toda la banda y una patada enérgica de Reider en la tarima completará la señal de entrada para el resto de los músicos.
Esta canción, una de las indispensables en el repertorio Reider, remitió a algunos de los videos de la promoción del concierto, por lo que muchas caras y manos la recordaban durante su ejecución. Tiene todas las piruetas, idas y venidas de una colina europea y Glem le agregó madera venezolana a esa carreta donde se padece y anima el imaginario gitano.
Para la última ronda del concierto, y antes de emprender su potente solo de cuatro, Jorge, junto a todos los músicos, pidió un minuto de silencio en honor a los caídos durante las protestas recientes en Venezuela. Todos los presentes lo acompañaron, compartiendo y entendiendo la reunión de culturas a través de la música, también como una forma de resistencia.
El solo de Jorge es ya una rica y magnífica demostración no solo de su virtuosismo, sino de la plasticidad del cuatro para brindar una lectura de músicas universales. Desde el Alma Llanera hasta cerrar con un Pajarillo, fueron varios minutos de asombro y reinvención. La música de Glem, a la pregunta: ¿Un cuatro puede sonar así?, responde sola: ¿Y por qué no?
Acercándose el cierre del concierto, Sam y Jorge invitaron no solo a quien hizo posible la fusión entre herencias culturales tan distantes al presentarlos, sino a una maravillosa compositora, trompetista y cantante: Linda Briceño. Su voz sumó ternura y por primera vez durante el concierto, un estribillo a la noche con Nostalgia andina, de César Prato. “Yo quisiera volcar en ti mi amor y mi destino / poder adivinar mi sombra en tus caminos… / calles de mi niñez, calles tranquilas”. La pieza no podía cerrarse sin que Briceño alzara frente a todos el brillo punzante de su trompeta y reuniera en la fuerza de sus pulmones, por unos instantes, toda la luz del sitio.
Al contagioso Skeleton Rag, para el que Briceño fue invitada a seguir en tarima y ensalzó en vientos, le siguió Sabana blanca, joropo oriental y pieza de despedida, antes de la muy emotiva versión de We shall overcome, que empezó con el coro unánime y acapella: “We shall overcome, we shall overcome / We shall overcome someday / Oh, deep in my heart, I do believe, We shall overcome someday”, para luego unir, con un breve toque de cuatro, al resto de la banda. La unión de vientos entre sur y norte había quedado resuelta en la delicada lentitud de un himno sencillo y potente como la libertad.
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Sea en el río Nilo, Rin, Hudson o en el Manzanares, escuchamos la tierra si y solo si nos acercamos a nosotros mismos. No hay otro requerimiento ni otra instrucción. Lo que escuchamos y nos cautivó a todos esa noche durante la Guataca de Glem y el ensamble de Reider no fueron solo el enorme talento y la destreza de los músicos en el escenario, ni la fidelidad en la reproducción del sonido. Fue la certeza de que la música, como la libertad, está en nosotros. Nuestros pasos, la forma en que respiramos y estamos vivos, sin que nada ni nadie se oponga.
*Contenido publicado originalmente en Viceversa Magazine