Por Joel Bracho Ghersi
Fotografías: Luis Cantillo
Video cortesía de Articruz
Patricia Vlieg vive en el sexto piso de un edificio de mediana altura en una de esas zonas residenciales de toda la vida. Es un edificio modesto, anterior a la llegada de los grandes rascacielos que ahora dominan el paisaje de la ciudad de Panamá. Allí, en un acogedor apartamento de luces bajas y alfombra, junto al sofá, nos recibe. Es ensayo general antes del concierto. Es un privilegio, sin duda, apreciarlo todo tan de cerca.
Queda poco espacio para caminar entre la sala y el comedor. Seis músicos y un ingeniero de sonido ocupan casi todo el lugar. Piano, guitarra, violín, bajo y dos sets de percusión; un formato compacto pero muy completo para acompañar la voz de Patricia, protagonista del conjunto. El piano y los arreglos son de ella misma, que dirige al grupo con su voz pausada y una sonrisa, pero también con firmeza y puntualidad académica. No hay duda de que estamos ante profesionales que saben muy bien lo que están haciendo. Por supuesto, el ensayo transcurre sin sobresaltos y apenas se hace alguna corrección de última hora.
Desde hace algún tiempo Patricia Vlieg ha estado buscando palabras y melodías para nombrarse y para nombrar a su país. ¿Cómo contar ese país del recuerdo, de la emoción y la memoria? ¿Cómo mirarnos en nuestras maneras, en nuestros paisajes, identidades y contradicciones?
Creció con música, con sonidos de todas partes que se escuchaban en casa. Y encontró en la música de toda América Latina una manera de mirar y de mirarse. “Otra gente me dio palabras para nombrarme a mí misma, me dieron palabras para decir cosas que yo llevaba en mi corazón”, cuenta. Aquello le dio una pista para iniciar una exploración personal, pero compartida: “Quise buscar en mi propia cultura lo que encontraba en otras músicas. Eso me ha ayudado a conocer y querer más mi tierra y a entender cómo somos”.
El primer resultado tangible es “Cabanga”, el disco con el que abre la serie “Panamá en el corazón”. Un recorrido por los sonidos de siempre, las canciones de los abuelos, las que reconoce todo el mundo; pero interpretadas de otro modo, más actual y universal, grabadas con los mejores músicos, arreglos innovadores y propuestas arriesgadas. Es un intento de enaltecer lo propio sin irrespetarlo: traerlo de vuelta simplemente como buena música, al mismo tiempo ancestral y actual.
El concierto de Guataca Nights retoma varios de los temas incluidos en “Cabanga”, a los que se suman algunas piezas que han estado trabajando para enaltecer la mejorana, esa música nacional tan propia de las regiones campesinas de Panamá, además de unas cuantas sorpresas. Patricia tarda en escoger el repertorio para cada presentación. Tiene que sentirlo, imaginar a la audiencia, pensar en construir algo con y para ellos. Para este concierto ha decidido construir algunos puentes.
Así, se movió constantemente entre lo autóctono panameño y lo latinoamericano, con mucho de ese Sur que le es cercano desde niña, y unas cuantas canciones de Venezuela, preparadas especialmente para el público venezolano de Guataca. Era nuestra música, la música de todos, esa en la que podemos vernos y encontrarnos –cada uno consigo mismo y con los otros–. Y entre canción y canción, la voz de Patricia indicaba el camino del viaje con anécdotas, datos e invitaciones para seguir andando.
Las primeras dos piezas fueron una declaración de principios, una introducción deliberada del resto del concierto. Primero fue “Qué lindos que son los ojos de mi moreno”, un tambor chorrerano en el que se destacaron Milagros Blades y Eliel Murillo en la percusión tradicional y que dejaba claro el origen folklórico de las búsquedas recientes de Patricia. Y en seguida “Soy pan, soy paz, soy más”, escrito por Piero y popularizado por Mercedes Sosa, que sirvió como una metáfora del autoconocimiento y del viaje que venía a través de eso que somos: “Un montón de cosas santas, mezcladas con cosas humanas”, según la letra de la canción.
El viaje arrancó entonces con un bloque dedicado al amor y las maneras de amar en Panamá: la tamborera “Cosa linda”, de Avelino Muñoz, “Cabanga”, de Gonzalo Brenes, e “Historia de un amor”, una de las canciones panameñas más conocidas, escrita por Carlos Eleta Amarán, con la que, en palabras de Patricia: “Se cantan en esta tierra las partidas definitivas”. Para esta última pieza, la voz y el piano de la cantante compartieron protagonismo con el violín de Gerardo Roa, encargado de los interludios. En su intención de construir puentes, el bloque incluyó también una bellísima versión de la danza “Caramba”, del venezolano Otilio Galíndez.
Luego siguió la única composición de Patricia en todo el concierto: “Cuando el tiempo haya pasado”, para la cual Vilma Esquivel, guitarrista del conjunto y compañera de Patricia en la organización y producción de sus últimos proyectos, cedió la guitarra a la cantante. Así, Patricia se acompañó a sí misma, con la ayuda de Marino Gómez en el bajo y Juan Cruz, invitado especial, en la caja. Desde el público, la voz de Babito do Carmo –músico y cantante brasileño que ha escogido a Panamá como su lugar para vivir y tocar– resonó para animar a Patricia. “Uno se siente como en la sala de su casa en este teatro”, indicó la cantante a manera de respuesta. Y en verdad, el ambiente era similar al del ensayo casero de unos días antes, acogedor y alegre. Éramos los invitados a una reunión de amigos.
Y como de amigos e invitados se trata, Patricia llamó al escenario al maestro Juan Andrés Castillo, cultor del género de la mejorana, quien estaba a días de cumplir 86 años. Con mano firme y voz clara, empuñó su mejoranera para cantar un par de piezas en forma de décimas: “Yo soy Juan Andrés Castillo / soy el poeta de la huella / el maestro en las querellas / del verso noble y sencillo / soy el amo del castillo / de metáforas y rima / soy el dueño de la cima / de armoniosa dimensión / donde la musa emoción / llora canta y se reanima”.
Los siguientes minutos del concierto estuvieron dedicados a los paisajes, a esos retratos musicales que ayudan a construir nuestro imaginario. Canciones como “Panamá Viejo”, de Ricardo Fábrega, “Sabana”, de Simón Díaz o “Romance Salinero”, de Gladys de la Lastra fueron dibujando lugares entrañables. Y hasta el Japón apareció de pronto en el panorama. Acompañada de un sanshin, un pequeño instrumento japonés cuyo nombre significa “tres cuerdas”, Patricia interpretó la canción “Hana”, con la que anunciaba su próximo viaje Japón y saludaba a unos amigos japoneses presentes en el público.
De las tres cuerdas del sanshin se pasó a las cuatro de otro instrumento nacional y con el acompañamiento del cuatro venezolano de Carlos Lucero, el conjunto interpretó una impetuosa versión de la gaita “Aquel zuliano” de Renato Aguirre.
El concierto se acercaba a su fin. “Me gustan más los encuentros que las despedidas”, dijo Patricia citando a Milton Nascimento, pero había que terminar en algún momento y quiso terminar agradeciendo, con otra de esas canciones que son puentes de afecto en América Latina: “Gracias a la vida”, de Violeta Parra. Sin embargo ante la insistencia del público, una última pieza se agregó al repertorio de la noche. Una pieza paradójica por ser muy nacional, casi un himno, y al mismo tiempo haberse convertido en una canción de todo el continente. Con “Patria”, de Rubén Blades terminaba la noche, entre aplausos y gritos alegres. Fue una noche para vernos, conocernos y reconocernos en los sonidos de todos.