Por Eudomar Chacón
Cada Navidad, Gaspar Colón se reunía con su familia a cantar aguinaldos. Era un encuentro anual que los Colón-Moleiro convertían en una fiesta para celebrar junto a músicos amigos. Gaspar, en esas reuniones, agarraba el cuatro y cantaba. Bromeaba: imitaba la voz de un cantante lírico. Era algo que solo se permitía en esos momentos íntimos, porque él, abogado de profesión, andaba enfocado en el que, hasta entonces, pensaba era su instrumento: el clarinete. La cita de 2004 fue distinta. Cuando Gaspar, entonces de 36 años, agarró el cuatro y comenzó a cantar, el tenor lírico Idwer Álvarez, que estaba allí, se estremeció al escucharlo. Su voz robusta, de barítono, le pareció una luz que podía brillar en el escenario: en escenarios grandes, muy grandes.
“Te aseguro que si dejas todo y te dedicas de lleno a esto, en dos años ya estarás cantando y, en máximo cinco, tendrás una carrera internacional”, le dijo.
Gaspar Colón comenzó a pensarlo. ¿Cómo renunciar a la estabilidad económica que había alcanzado? ¿Sería una buena idea dejar todo atrás? ¿Asumir ese riesgo? Finalmente se decidió y le tomó la palabra a Álvarez: se lanzó a aquellas aguas inexploradas.
Estudió de manera obsesiva, y en menos de un año, ya había obtenido el premio de “La mejor voz” y “La mejor interpretación de un aria” en el VII Concurso Nacional de Ópera “Alfredo Hollander”. Y poco después ya estaba asumiendo óperas de envergadura: La traviata, Aída, Rigoletto; sumado a los más importantes escenarios del mundo: Carnegie Hall (Nueva York), Walt Disney Concert Hall (Los Ángeles), La Scala(Milán) y demás.
Hoy, cuando su agenda está repleta de ensayos y conciertos —entre los preparativos finales del octavo Rigoletto en su carrera, el montaje histórico de Los Miserables en Venezuela, y se alista para cantar en septiembre en la Ópera Gala Caracas—, piensa en aquella frase profética que le dio Idwer Álvarez hace quince años. ¿Qué sería de él hoy en día si no hubiese hecho caso a aquél consejo?
—Este fin de semana volverás a ser Rigoletto en el Teatro Municipal. ¿Qué tiene de especial el montaje actual, comparado con todos los demás que has hecho?
—A mí me produce un interés especial, porque luego de tantos años, obviamente hay un aumento de la densidad del personaje dentro de uno mismo. La primera vez que haces un papel, te ocupas de cosas básicas, como recordar la letra y entrar y salir de escena cuando te corresponde. Ya la segunda y la tercera te enfocas en que te salgan bien los agudos, que la técnica sea la correcta, que no se te rompa una nota y demás. Todo eso va sedimentándose, haciéndose de ti, y llega el momento, que es el actual, en el que hay una aproximación al personaje mucho más profunda y densa, donde descubres nuevas dimensiones de él.
Por eso hay una gran distancia entre mi primer Rigoletto y éste. No solamente se trata del personaje, sino de todas las cosas que llegan en medio y que aportan a tu crecimiento como artista. Digamos que va aumentando tu capacidad de entender y, por lo tanto, de transmitir el lenguaje propio de la ópera, un género tan complejo y que demanda tanto de parte del artista, no solamente en canto, sino en la actuación y condición física.
Desde el punto de vista escénico, hay una diferencia bien notoria entre este montaje y el anterior, y es que esta es una propuesta atemporal. No está ubicado en el momento en el que originalmente se escribió la obra.
Creo, además, que dentro de una misma producción, cada función es distinta. Cuando sales al escenario, te encuentras con una temperatura en sala, un calor, un sonido, un silencio, una presencia de los que están allí en el público y el elenco, que no vuelve a ser igual jamás.
—¿Aún tocas el clarinete?
—La verdad es que muy poco. Lo utilizo a veces para pasar algunas arias, porque me ayuda con el tema del fiato, pero, realmente, el clarinete quedó en el abandono en mi vida (risas). Hace poco lo agarré, estuve tratando de hacer cosas que tocaba antes y, bueno… tendría que estudiar bastante para recuperar el nivel que tenía hace unos ocho años.
—¿Recuerdas cuál fue la primera canción que cantaste?
—Son varias. Lo primero que canté en mi vida fueron los aguinaldos de la recopilación del maestro Sojo: “Cantemos, cantemos”, “Niño lindo”, “Purísima María” y demás. Después, cuando entré en el lírico, recuerdo haber hecho “Caro mio ben”. Rápidamente pasé a la ópera e hice “Non piu andrai”, de Las bodas de Fígaro.
—¿Qué puedo encontrar en tu playlist?
—Es curioso, pero la verdad es que casi nunca cargo música conmigo. Lo que sí tengo siempre son partituras. En cuanto a música, normalmente escucho la que estoy haciendo en ese momento. Por ejemplo, ahorita estoy haciendo Rigoletto, entonces escucho otros Rigolettos, no para copiarme, sino para ver cómo han resuelto ciertos pasajes.
De resto, soy fanático de pescar música en la radio. Normalmente me quedo en esos espacios en los que encuentro algo de los setenta u ochenta. Me gusta mucho Queen, Abba, The Beatles. Si nos vamos hacia lo latino, me encanta Juan Luis Guerra, Fito Páez y Charly García. También amo la música venezolana, en especial la que todavía no ha sufrido tantas modificaciones, porque últimamente, en la búsqueda del virtuosismo, siento que se exagera y se deja de lado un poquito la esencia.
—¿Tienes algún ritual antes de salir a escena?
—Sí, claro, y puedo decir que tiene tres instancias: primero, cuando estoy aún en camerino antes de ser llamado a escenario, trato de concentrarme mucho, tener la partitura en mano, vocalizo y pienso qué es lo que viene en ese momento. Viene otro nivel que es cuando estoy en lo que en teatro llaman “en la pata”, un poco antes de salir. Ahí trato de bromear un poco, porque casi siempre me ayuda a relajarme. Ya cuando estoy a punto de dar el paso para pisar el escenario, me concentro bastante en lo que voy a hacer, me encomiendo a Dios, rezo y entro.
Ya cuando entro, prácticamente lo que ocurre ahí se da en piloto automático. Es el resultado de los ensayos y una inspiración que ocurre justo en el escenario, es la mano de Dios que te lleva a hacer las cosas.
—A veces ocurren errores en escena que no podemos controlar. ¿Cómo manejas los reveces demasiado visibles?
—Lo primero es que no se deben vender jamás. Es decir, si ocurrió, déjalo atrás y sigue con lo que estás haciendo. Una de las razones fundamentales es porque si tú no lo vendes, probablemente mucha menos gente de la que tú te imaginas, se dará cuenta. A veces uno cree que el error cometido fue catastrófico, y resulta que no es así. Ahora, sea cual sea el grado del error, así sea muy grande, hay que seguir adelante. Olvídate del error y avanza, porque si no lo haces, probablemente te desconcentrarás e incurrirás en otros errores.
—¿Una ópera que tengas en tu lista de pendientes por cantar?
—Puedo decir que he sido muy afortunado, porque he tenido la fortuna de cantar, probablemente, todos los roles que los barítonos quieren cantar. Pudiera decir que del repertorio universal, tengo pendientes Un ballo in maschera, El trovador y Otelo, las tres de Giuseppe Verdi. Por otro lado, hay una ópera de mi papá que se estrenó en 1979, que se llama El caballero de Ledezma.
Y otra cosa que está por allí, y que no la tengo a la espera, pero sí con poco tiempo de haberla abordado, es el género del teatro musical. Ya hice El hombre de la mancha y de verdad me gustó mucho. Además, en este momento tengo el personaje de Javert en Los Miserables, que se estrenará en octubre.
—Desde tu conocimiento y experiencia, ¿cuál consideras que es el diagnóstico actual de la ópera en Venezuela?
—Te puedo decir que, fundamentalmente gracias a El Sistema, en Venezuela tenemos una verdadera potencia en el aspecto de la música. Eso hace que aquí haya mucho músico, cantante y director. Todo eso allana el terreno para propiciar los montajes de ópera. La verdad es que aquí se hace bastante ópera, y mucha gente quizá no lo sabe. Solo en un año se hizo Il Pagliacci, Gianni Schicchi, La traviata… en San Cristóbal hicieron una cosa, en Valencia otra, en Caracas dos o tres. En general aquí hay un número importante de montajes anuales, a pesar de todas las dificultades que las hay.
Tenemos una maquinaria inmensa que funciona, que trabaja normalmente con las uñas, pero que ha aprendido a ser eficiente. Puedo decir con toda responsabilidad que los montajes nuestros son de muy buen nivel. Los venezolanos tendemos a esa cosa de que el pasto del vecino es más verde y no valoramos nuestras cosas, y ciertamente tenemos cientos de dificultades, pero el nivel de los cantantes y de las producciones, a pesar de que necesita mil millones de cosas, es alto y bueno.
—¿Qué pudiera hacerse para potenciar aún más el sector lírico de nuestro país?
—Esto puede sonar un poco burdo, pero lo que hace falta es dinero. En la medida en que un profesional pueda dedicarse exclusivamente a su disciplina, seguramente su nivel va a ser más alto. Al igual que en otras disciplinas, los músicos en nuestro país tienen que estar matando tigres, buscando alternativas para redondear el ingreso mensual, y eso los distrae de lo que deberían estar haciendo, si quieren tener una carrera.
Creo que debería formarse una organización en la que a los que cumplan con unos requisitos específicos, superen una evaluación determinada y estén en el ejercicio de su profesión en Venezuela —porque eso es importante valorarlo—, se les de algún tipo de seguridad, tal vez no para dedicarse exclusivamente a eso, pero sí para no tener que estar acostándose a las tres de la mañana matando un tigre en un restaurante. Que tengan un seguro que les cubra sus primeras necesidades, una emergencia, que tengan algo de paz desde el punto de vista económico. Creo que eso elevaría el nivel ampliamente, porque si hay algo que tiene nuestro país es talento. Por otro lado, siempre he creído en la formación de una ópera escuela.
—¿Por qué sigues en Venezuela?
—La versión corta: porque soy de acá. La versión larga es que yo creo que los nacionales de un país están en la obligación, en el deber, de protegerlo, quererlo y acompañarlo. Es como escribió una vez Leonardo Padrón: cuando a uno se le daña la casa, uno no se va, sino que la arregla. Yo creo que ese es el caso. Este es mi país, aunque yo nací en los Estados Unidos.
Afortunadamente tengo la fortuna de salir bastante a cantar en otros lugares, pero siempre que lo hago estoy contando los días para devolverme, porque es aquí donde me siento bien, donde está mi hijo, mi casa, mi familia, mis amigos, mi barbería, mi panadería, es aquí donde me siento bien.
Además, yo estoy convencido de que el futuro será mejor. Te digo que la suerte de Venezuela será mi suerte, porque aquí me quedaré hasta el final, y estoy seguro de que ese final será feliz; vamos a mejorar y me voy a sentir muy orgulloso por haberme quedado aquí, contribuyendo con todo lo necesario para que Venezuela esté llena de sonrisas, como sé que va a ser.
—Finalmente, ¿Puedes nombrarnos una ópera que te suene a la Venezuela actual?
—Hay varias. Sin embargo, hay dos respuestas que te puedo dar. Una es, realmente, un musical: Los Miserables. Es una historia que se adapta mucho a nuestro contexto actual. Pero esa verdadera ópera que me suena a Venezuela aún no se ha escrito, y es una ópera que, como pocas veces ocurre en este género, tendrá un final feliz.
Este texto también fue publicado en el portal Analítica.com, disponible aquí.