Luis Mariano Rivera y el Canchuchú sinfónico



Por Gerardo Guarache Ocque

“Canchuchú florido”, “Cerecita”, “La guácara”, “El mango”, “Lucerito”. Las canciones del maestro Luis Mariano Rivera, esas pequeñas joyas que dibujó desde un rincón del estado Sucre, postales de una vida sencilla, homenajes a la naturaleza y a la gente del campo, se reprodujeron en otras voces, se expandieron hasta convertirse en un bien colectivo, en piezas que constituyen el mapa sentimental de Venezuela.

Luis Mariano Rivera Font murió el 15 de marzo de 2002 a los 95 años de edad en Carúpano, estado Sucre, y nació el 19 de agosto de 1906 muy cerca de allí, en Canchunchú Florido, pueblo al que le dedicó una de sus canciones más populares, una que ha sido cantada por Gualberto Ibarreto, intérprete predilecto de su catálogo, además de Morella Muñoz y el Quinteto Contrapunto, y de artistas como Mayra Martí.

Cuando Ilan Chester hizo su Cancionero del amor venezolano, dividido en dos producciones editadas en 1998 y 2000, la incluyó en su selección de las grandes canciones de la música venezolana junto a obras como “Dama antañona”, “Criollísima”, “Presagio”, “Anhelante” o “Desesperanza”. En fin, lo mejor de lo mejor que se ha creado en el país con música y letra.

Antes, la Filarmónica Nacional de Londres había presentado el Canchunchú Florido de Luis Mariano en traje sinfónico, como parte de un medley en el LP Suite Oriental, uno de cinco trabajos de una serie llamada Venezuela Suite, editada por el sello León en 1991.

La obra de un hombre que aprendió a leer y a escribir correctamente siendo adulto, que quedó huérfano desde muy pequeño, por lo que tuvo que abandonar la escuela al tercer grado de primaria para dedicarse a trabajar la tierra. La obra de un hombre que creció en un ambiente rural, que encontró en la música y la poesía, el cuatro y las rimas, el vehículo para expresar amor y dolor, para discurrir sobre cosas sencillas y explayarse inspirado en la exuberancia que lo rodeaba.   

Gran observador, poeta de lo cotidiano e imitador de pájaros, Luis Mariano le escribió al romance, al firmamento, pero también a las frutas: Que a una dama delicada comer mango es indecente/ porque le ensucia las manos y hebras deja entre sus dientes (…) Amigo esa no es razón, si el mango fuera importado/le aseguro lo comiera, sin tomar ese cuidado.

La naturaleza le dictaba las canciones, decía. Las pensaba en el patio, mientras recogía flores, veía el paisaje o recolectaba frutos como la “Cerecita”: A pesar de que eres buena/ y de sabor exquisito/ nadie siembra tu semilla/ nadie riega tu arbolito.

El artista relató el drama de la guácara, un caracol criollo humanizado en sus versos: El hijo del campesino, el muchacho barrigón/ cuando el hambre lo atormenta, pone mi cuerpo al fogón. Esa historia, que parece una crónica ambientaba en la costa sucrense, llegó a oídos de muchos en la gran voz de Gualberto. Todos se enteraron de cómo el animalito se retuerce del dolor sobre la brasa inclemente, pidiendo más compasión para su cuerpo inocente: ¡Qué dolor, ay, qué dolor!

“La Guácara” es ejemplo de una poesía que podría antojarse ingenua aunque realmente alberga una sabiduría inusual. Y esa poesía se erige sobre una artesanía musical sencilla, con unos dramáticos tonos menores atados a un merengue oriental que puede bailarse, aunque, ante el peso de los versos, conviene morder por su contenido. Es una joya que no necesita más que un cuatro para cautivar al público.

Gracias al poder de sus canciones, el nombre de Luis Mariano Rivera es el nombre del teatro principal de Cumaná. En su cumpleaños 85, en agosto de 1991, la Universidad de Oriente le otorgó el doctorado honoris causa. Y con ése, vinieron más reconocimientos para ese artista humilde pero perseverante, que creó grupos folclóricos como Alma Campesina como vehículo para sus piezas. Sin embargo, el mayor homenaje lo hacen los artistas jóvenes, cada vez que reproducen, exhiben y celebran sus canciones.


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