Publicado originalmente el 29 de septiembre de 2020
La inmortalidad no es más que la obstinación
de recordar
vidas bastantes poderosas
para empezar de nuevo
Ana Blandiana
Por Juan Luis Landaeta
A principios de año, Mariaca se disponía a empezar otra etapa de su carrera. Estrenaría una temporada completamente nueva del show La lupe: la reina del desamor y en paralelo, lanzaría su disco Soy puro teatro en homenaje a la feroz artista cubana.
Como un secreto muy guardado, aprovechando los descansos entre giras del exitosísimo musical Piaf, voz y delirio, estuvo trabajando pacientemente en la grabación y producción de su tercer disco. El disco era una cuenta pendiente consigo misma. Se cerraba un hiato.
A la última función del musical de La Lupe en Caracas en 2012, le siguieron dos años intensos de preparación y conceptualización de su próxima interpretación. Se avecinaba una ola de potentes transformaciones en su vida.
Otra mujer, otra cantante, otro personaje histórico del siglo XX la poseyó y la sacudió a ambos lados del Caribe y el Atlántico. El musical escrito por Leonardo Padrón, en el que encarnó a Edith Piaf, se convirtió en un acierto frenético y desmedido. Los sold out empezaron a sucederse. También los domingos con funciones dobles. La gente salía incrédula del teatro.
Cientos de presentaciones después, luego de Madrid, Orlando, Monterrey, Guadalajara, San José de Costa Rica, Houston, Ciudad de México y Miami, Mariaca, luego inclusive de visitar en París la propia tumba de la cantante de la que tan cerca estuvo noche a noche, llegó el momento de cerrar el periplo y abrir una pestaña que la reclamaba.
Después de todo, ya en 2018 había lanzado el disco Piaf voz y delirio, Original Cast recording, el segundo de su carrera, en paralelo a la gira de la obra. Así que, con las grabaciones adelantadas, era hora de volver a la obra de La Lupe.
Funcionaba como prefacio para el debut de la propia obra en Florida. Una vez más, los 360 grados que la caracterizan como artista, volverían a presentarse delante de su audiencia. Ese era el itinerario.
Los planes de Semprún, como los de todo el planeta, se vieron interrumpidos por la aparición del virus, que llegó para alterarlo todo y desajustarnos, impidiendo que el curso pautado de casi cualquier cosa se cumpliera. Pero todo el castillo no se vino abajo; el de Mariaca es un talento más o menos desbordado y con muchísimo ímpetu.
La llegada del espectáculo a las salas de teatro tuvo que posponerse, pero las uñas de la genial y atormentada Lupe se ciñeron al cuello de la tormenta cuando ésta intentaba doblegarla. El disco tomó forma y rescató su fondo. Sí saldría. No habría marcha atrás. De manera que este 2020 que tanto nos ha deparado, también nos sorprendería con la lujuria de estos 16 temas.
Casi cuatro años después de su primera sesión, Mariaca nos entrega Soy puro teatro abriendo los brazos y sonriendo con un kimono rojo en la tapa del álbum, cuyo diseño hizo Pedro Fajardo. El objeto es fantástico y casi excéntrico en la era de Spotify.
Para el debut del disco y casi como una postal de su efervescencia, se publicó el videoclip de Fever el primer corte, durante la cuarentena. Grabado en una sola noche, en medio de la insólita descongestión de las calles de Miami, muestra a la artista caminando y bailando sobre el asfalto con varios relámpagos de fondo, a manera de invitados especiales.
Al día siguiente, como varios días antes y durante el resto del confinamiento, ella siguió cantando. La vimos en su Instagram, desde el balcón de su apartamento, encerrada a más de 60 metros por encima del suelo, ofreciendo conciertos al aire libre.
Un mar sin barcos y un cielo sin aviones le sirvieron de fondo. Pero qué podía ser todo aquello para ella. Su vocación artística ha tenido adversidades, pero jamás opciones. La mujer que canta mientras el mundo está en guerra no se había detenido. Ni un segundo.
Dirigiéndose al encierro particularísimo de cada quien, allí estaban su voz y ella. Después de todo, la energía que la hace actuar, grabar, componer, correr maratones o reírse cuando más le provoca en medio de una frase, no es artificial. Todo lo que Mariaca es, ha hecho y representa es bastante parecido a lo que ella quería ser, hacer y representar.
Cuando en el manido cuestionario a Proust le preguntan por esa “otra cosa” que le gustaría haber hecho, o por el famoso plan B asociado al arte y el espectáculo, se toma unos segundos y luego responde:
—No, yo jamás haría otra cosa, yo siempre quise hacer esto.
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Mientras buena parte de las personas se aferra y obsesiona con saber quién es, echando de menos una identidad propia, única e inamovible, hay otra tribu histórica de seres humanos que prescinde de ese intento. Multiplican esa duda por diez, por cientos y viven con ella. Son los actores.
Semprún forma parte de esa tradición, así como de varias otras. Es actriz, cantante y compositora. Todo eso dice mucho y no dice nada. Es difícil ceñir lo que vemos en vivo cuando la tenemos en frente interpretando algún personaje a unos adjetivos vagos, que además describen a mucha otra gente que hace cosas totalmente distintas; o, al menos, no con sus particularidades.
Ha hecho de su pelo, sus uñas, e inclusive la curvatura de su espalda, un material artístico. Su vida se sometió a un empeño, cuando descubrió que su voz de soprano soubrette (con ligera coloratura) le permitía hacer ribetes. Muy rápido todo aquello la hizo sentir cómoda con el extraño acto que es respirar consciente del movimiento del diafragma y generar una vida paralela en cada palabra que expele: cantar.
Estudió canto lírico por 8 años. Su interés osciló sin displicencias entre lo clásico y lo popular, desde El Mesías de Haendel, pasando por Don Giovanni, Mariah Carey, Brahms, Ella Fitzgerald, Juan Luis Guerra, Karina o Mozart.
Los grandes certámenes de belleza también dejaron su impresión en ella. Tenían lo suyo de musical, con misses doblando canciones y alternando vestuarios entre temas. A los ojos de la artista aquello fue un insumo importante y nadie que haya vivido en primera persona la cultura popular venezolana puede hacer caso omiso de ello y de su impronta en el paisaje del entretenimiento y la televisión dentro del país.
Todo ello fue constituyendo un músculo que terminó de formarse cuando, siendo niña, actuó por primera vez en el musical La novicia rebelde con Julie Andrews, organizado por su colegio, el Emil Friedman, especializado en la formación musical. La pócima había hecho acto de presencia. Esa noche pasó algo. El teatro musical y ella se habían tatuado sus nombres.
A 15 años de aquella presentación escolar, ella misma estrenó la obra, protagonizándola en el Teatro Teresa Carreño. Nada mal para una niña que el día de una audición en el coro del colegio se puso tan nerviosa que quedó descalificada.
La intuición en torno a qué querría hacer y cómo había despertado. Nada podía saber de lo que vendría. Nada.
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Mientras la vida y su carrera avanzaban, hizo de todo. Cantó en bodas, eventos, cantó en ensambles vocales, grupos experimentales, agrupaciones de música electrónica, bandas como Sur Carabela y Famasloop. En esa enumeración también llegó la televisión, la reina madre de las masas al sur del continente.
Allí empezó una notoriedad espléndida y confusa. Mucha gente que la vio interpretando (maravillosa, graciosa y “de impacto” como diría el personaje) a “La popular Shirley” en la telenovela La mujer perfecta de Leonardo Padrón, no sabía de sus otras facetas.
Participó en otras producciones para la pantalla chica como Gato tuerto y La vida entera, pero Shirley se ganó un lugar en el corazón y el rating de un gentío. Los papeles y participaciones se fueron sucediendo, dentro y fuera de las tablas o la televisión, hasta que ocurrió otro cisma.
En 2011 se presentó Informe Sobre la Banalidad del Amor, una obra escrita por Mario Diament, en la que junto a Luigi Sciamanna como Martin Heidegger, Semprún hacía el papel de Hanna Arendt, confundida y arrastrada ante el deseo por un hombre cuya ideología y pensamiento político presentaban un obstáculo para ella, una judía.
Interpretar a una mujer como Arendt, que había existido, respirado y desenvuelto su hechura en un pasado no muy lejano, la convenció de algo. Quería interpretar papeles de mujeres que habían existido. En la puesta en escena biográfica la estaba llamando su futuro. Encontró un espacio y fue tras él.
Con esa premisa, consideró acercarse a la vida de Frida Kahlo a través de las canciones de Chavela Vargas, pero no fue sino hasta el estreno de La Lupe, la reina del desamor en noviembre de 2012, que la línea entre ella y estas grandes figuras se volvería tan estrecha.
La obra de una hora y cuarenta y cinco minutos implicaba 12 de cambios de vestuario e imagen a través de 17 éxitos de la cubana. Desde el primer momento le exigió mucho: alcanzar el timbre, adueñarse de los modos vocales y finalmente “encontrarla”. No fue una tarea sencilla. El arco dramático va de los 18 a los 56 años de la cantante. Una pasarela de amor y desenfreno que disparó todos los tacones que debía disparar.
En escena la acompañó una banda de cinco músicos frente a la batuta del maestro Santos Palazzi, arreglista y director del montaje original. El espectáculo empezó con un horizonte de seis funciones nada más y se convirtió en una travesía de dos años y medio, que incluía unas siete horas de trabajo por presentación, contando tres de maquillaje.
Más allá de los números en la taquilla, al público le encantó esta aproximación. Una frase se hizo frecuente en redes y en el boca a boca de las reuniones. A secas, la gente resumía “haber ido a ver a la Lupe”. Las manos, el pelo, la firma de emular ese timbre que compone y descompone las turbulencias sentimentales de quien sea y el calco que logró Semprún, habían hecho lo suyo.
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La imitación es uno de los métodos de aprendizaje. Para empezar, en cualquier disciplina, conviene saber en qué o quién se podría convertir uno. Se va configurando un olimpo, una cosmogonía o un altar propio, en el que el artista reúne las que serán sus influencias. Allí compondrá, desordenada, cautelosa o arbitrariamente, su genealogía. La génesis de lo que hará.
A veces la perfección radica en alejarse de esas referencias. En este caso, se trata de todo lo contrario. Para Semprún, vencer el tiempo y su paso, su arrase, se convirtió en una meta. Un ars. El motivo trascendente.
Su homenaje lleva algo de imitación y de interpretación, una mezcla de estilos y posibilidades. La invocación de un sentimiento, uno solo, que vence el aire de las décadas y las modas.
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En la lista de personajes que de vez en cuando rondaban su cabeza o la de escritores y guionistas a su alrededor, había un filtro casi implícito, una barrera que ni siquiera se planteaba: el francés. Fuera cantando o actuando, la posibilidad de tener que aprender un idioma tan ajeno le parecía remota, casi imposible.
Como precisamente “la lengua” es el castigo del cuerpo, el papel de la mujer que la raptaría, tomándola de la cintura hacia un risco insospechado, requirió que aprendiera a cantar en el idioma galo. A modular en él. A vivir en sus vibraciones durante casi dos horas.
Piaf, voz y delirio estuvo en preproducción durante casi dos años. Si bien el asunto lingüístico era vital, lo que verdaderamente importó fueron las canciones. Escuchó por horas, despierta y durmiendo, el repertorio del gorrión de país, esperando que se asentaran y entraran en ella, como había ocurrido con La Lupe.
El decantamiento la llevó a escoger unas 18 canciones, en la que insistió y se apoyó definitivamente para trabajar. Auscultando la presencia en escena de la Môme, su manera de arrastrar los pies o alzar la mirada, enarcar las cejas finísimas o encorvar su espalda, pasó lo que debía pasar: Mariaca y Edith se alcanzaron.
Habiendo ya escogido y definido el repertorio, respirando a través de él, llegó la historia. Allí entró Leonardo Padrón, su compañero desde hace más de 10 años y quien sería el guionista del espectáculo. A cargo de la dirección musical quedó Hildemaro Álvarez.
Todo lo que sigue es mejor verlo que contarlo. Una avalancha de videos, reportajes, entrevistas y aplausos no bastaban para contener o explicar la emoción que causó la obra.
El debut de Piaf el 16 de octubre de 2016 consiguió dos salas llenas en sus dos primeros días. Es decir, 1.200 personas en 48 horas, seducidas, conmovidas y sinceramente impresionadas. Así empezó el primer mes de temporada, de jueves a domingo, en impoluto sold out.
Justo en ese momento que Venezuela atravesaba uno de los años más delicados de su tremenda crisis política, la voz de Mariaca se alzaba como un canto de esperanza y sanación, tal y como ocurrió con la propia Piaf en vida. Pronto, no sólo los escenarios de la obra se abrirían cancha en el extranjero, sino que la misma artista emigraría, siguiendo los pasos de su familia, que ya había dejado el país más de 10 años atrás en ese entonces.
La Môme llegó al Colony Theater de Miami con todo. Sentó precedentes. Ahora el público de los Estados Unidos y el sur de Florida tenían ocasión de verla desplegar su ruleta de emoción y talento. “Cantar es el espacio feliz de mi vida… prefiero morirme si no voy a cantar”, decía la francesa. Pues dicho y hecho. La voz de Mariaca se convirtió en un eco, en un reflejo que pactaba la magia del clásico con el presente de los espectadores.
Las butacas se llenaron sistemáticamente, función a función. Luego sumaron Orlando al itinerario. Después México, Costa Rica y España. Giraban como un circo: en todas las ciudades a las que llegaron les tocó coordinar un equipo diferente.
La obra llegó a presentarse en inglés. Cautivó a todo el mundo con un hecho simple y espectacular: si se entrecerraban los ojos viendo el escenario cuando estaba cantando a solas con el telón detrás, era la misma Edith Piaf la que se tenía en frente. No es una exageración.
Piaf, voz y delirio batió récords de aplausos y crítica sin precedentes en el universo de artes escénicas recientes. El número final de espectadores superó los 70.000. Fueron más de dos años de idas y vueltas. Dos años citándose con el sufrimiento y la salvación del canto.
Pasado todo ese huracán un año y medio después, llegó Soy puro teatro: homenaje a la Lupe, su tercer disco como solista, siguiendo al Staff Récord de Piaf (2018) y a Buscando una canción (2013), su primerísima producción musical, que incluyó una versión de “Es verdad” de Ilan Chester, una del standard “Summertime” y “Oración”, una adaptación que hizo de un poema de Leonardo Padrón.
Cuando grabó la que pasaría a ser la voz de La Lupe en la película El malquerido (que contó la vida de Felipe Pirela, dirigida por Diego Risquez en 2015), escuchó el arreglo tradicional que convenía no sólo a la voz de la cubana sino a las canciones del repertorio que traía en mente. A su vez, en esa ocasión hizo contacto con Alejandro Blanco Uribe, quien conoció a La Lupe en persona y la orientó con ciertos detalles y especificaciones.
De todo aquello, y tomando en cuenta la ajustada formación con la que contó en el show que presentó con La reina del desamor, a Semprún le quedó claro que, para grabar el disco, querría sentir muy viva la sección de metales, con todo el peso de su percusión. Quería grabar con la potencia de una big band.
El disco incluye clásicos como “La Tirana”, “El carbonero” y “Qué te pedí”, que se convirtió en el segundo single promocional, siguiendo a “Fever” con un video filmado en Florida. Una gema cierra el disco junto a “Resucitaré”: se trata del medley venezolano, apoyado en temas que la misma Lupe abordó, originales del país. Pocas personas saben que grabó el “Alma llanera” o que fue coronada como reina del Carnaval de Caracas en 1967.
El disco tomó en total tres años de producción. Además de los créditos respectivos, tuvo que enfrentar la pérdida de uno de sus principales entusiastas: Rafa Rondón, quien falleció luego de mezclar los cuatro primeros temas y que fungió como Ingeniero de grabación y editor. La dirección musical y los arreglos quedaron a cargo de Pedro Mauricio González.
De La Lupe, dijo Picasso que era un genio. “La creadora del arte del frenesí”, dijo Hemingway. Semprún la convocó con una mezcla de Caribe, trópico y bolero que se frota las manos por revelarse una vez más encima de las tablas del teatro.
***
Vivimos en un mundo repleto de ansiedad, desesperado de futuro. En él, Mariaca Semprún encuentra huellas en el pasado. Huellas de pasos que indefectiblemente, a través del viento, los kilómetros y el mar, llevan a ella.
Se ha convertido en algo que la gente quiere ver, una transformación pendiente, pero también una posibilidad. La referencia de poder hacer lo que ella hace a su modo. Sí, un prodigio, una excepción. Como si se tratara de varias carreras o vidas cruzadas.
Ella tiene la seguridad y nosotros la certeza de que lo hace como nadie.
Trayendo existencias remotas a nuestro presente, borrando el lapso que nos separa de ellas, Mariaca consigue demostrarnos que la muerte no es el fin, si persevera la memoria. Su talento trasgrede las extinciones de la carne, rescata lo que nos conmueve y finalmente nos salva: el segundo en que creemos que lo mejor de nosotros nos superará, el instante en que sentimos que nuestras almas, si consiguen amar, serán inmortales.