Remigio Fuentes: Un morocho que nació para tocar el bandolín



Foto: Alejandro Venegas

Por Eudomar Chacón Hernández

 El 1º de octubre de 1954 en Piedra de Molé’, un caserío ubicado en la Serranía del Neverí dentro de los límites del estado Sucre, nacieron dos Remigio Fuentes de un mismo vientre: Remigio Rafael y Remigio Antonio. El primero murió de una bronquitis a los 9 meses. El segundo, su gemelo, se salvó a punta de remedios caseros, creció y se convirtió en uno de los grandes exponentes del bandolín oriental y emblema del folclor sucrense.

Dicen que eran tan idénticos que sus padres solían amarrarle cordones de colores distintos para saber quién era quién. Con su mote de toda la vida, “Morocho”, viaja al recuerdo de su hermano prematuramente fallecido. Dice que siempre ha tenido el doble de energía porque lleva en su organismo la suya más la de su gemelo.

Lo otro que lleva a todas partes, como si se tratara de un brazo más, es su bandolín. Nunca lo suelta. Está convencido de que nació para hacer música y eso ha hecho desde que tenía 7 años de edad.

«Yo nunca dejaré la música, porque es mi vida», afirma a sus 67 años de edad, sereno. Con ella —la música— ha pisado escenarios de América, Europa y Asia. Gracias a ella se convirtió en el bandolinista oficial de la gran María Rodríguez y ha acompañado a artistas como Hernán Gamboa, Daisy Gutiérrez, Héctor Cabrera, Betsayda Machado, Renzo Nazaret, Zeneida Rodríguez, Gualberto Ibarreto, Francisco Pacheco, Iván Pérez Rossi, Pedro Hernández y José Julián Villafranca. Es, por decreto, Patrimonio Cultural Viviente.

La entrevista se produce en Caracas en vísperas del lanzamiento de Señor Joropo, álbum de Guataca producido por el maestro Aquiles Báez. También son los días en los que recibe un gran homenaje en el Centro Cultural BOD, donde varios artistas celebran sus 50 años de trayectoria musical. En un país donde abunda la fusión, Morocho representa la pureza. Es un maestro en el cultivo de géneros musicales, como el joropo con estribillo, que tienen su denominación de origen Sucre, en el lejano oriente venezolano.  

El aniversario redondo, el medio siglo, lo invita a recapitular. Cuenta que, de niño, veía tocando el cuatro a su padre, Diego María Fuentes Marcano. Gozaba cuando la gente de El Chirero, caserío en el que vivió sus primeros años, le cantaban al campo al empezar la faena. Y por supuesto, le fascinaba cuando los músicos se reunían y hacían parranda.

“Paíto tocaba más o menos, pero lo hacía —cuenta Morocho—. Creía que la posición de re era do, y que la del sol era fa, pero sí tocaba”. Aunque le tenía prohibido tomar su cuatro por temor a que se lo rompiera, el muchachito se las ingeniaba para agarrarlo y trataba de reproducir lo que veía y escuchaba. Si el papá salía, se escabullía para hacerse del cuatro. Si se dormía con el instrumento en el pecho, se lo quitaba con cuidado y se escondía entre los árboles a rasgarlo, con la anuencia de su madre, Efigenia Natera Muñoz, su gran cómplice. Ella misma, cuando sabía que don Diego estaba a punto de despertarse, le hacía señas a Morocho para que devolviera el cuatro y así su inocente travesura quedara impune.

Un día, recuerda morocho, el Papá, suspicaz, amarró un cordón al diapasón del cuatro y lo colgó bien alto: «Ese día fue la desgracia —dice, hiperbólico, como buen oriental—. Como no alcanzaba, decidí armar una torre de almohadas. Me monté sobre ellas para agarrar el cuatro, pero no calculé bien, y cuando lo tomé, se me resbaló de las manos y se rasgó».

Tras el incidente, Morocho insistió. Tenía apenas 8 años cuando se colaba en las parrandas de los músicos que comandaba “Albino”, el bandolinista del cultor sucrense José Julián Villafranca, autor del punto redoblado y de una canción, “San Juan no celebró su día”, que el C4 Trío grabó con Rubén Blades. Albino le prestaba las maracas al pequeño Remigio y, así, entre un encuentro y otro, se iba familiarizando con ritmos y melodías.


Foto: Alejandro Venegas

«Yo no aprendí por mi cuenta. Yo me conseguí muchos maestros. Claro, yo buscaba insistentemente, porque tenía la necesidad de aprender, pero no fue que nací sabiendo lo que sé».

También aprovechaba cuando su papá lo enviaba con el burro a comprar a una bodega en un poblado cercano. Se acercaba a donde estaban los músicos del sitio y les pedía que le enseñaran algunas notas. «Me quedaba hasta tarde tocando con ellos, y luego le inventaba a Paíto que el burro se me había escapado y que por eso me había tardado en llegar».

A los 11 años, Morocho ya tocaba con destreza el cuatro y las maracas. En esa época la familia se mudó a Cedeño, donde conoció a Marcelino Salazar y a su hermano, Sixto Salazar. El primero le dio sus primeras lecciones en el cuatro, transportando las notas al bandolín, afinándolos. El segundo era el bandolinista más popular de la zona, además de ser un excelente cantador y bailador de joropo, con el que se fogueó en todas las fiestas posibles. Los músicos de su época se formaban en las parrandas. Ésa era la escuela.

«Recuerdo cuando me compraron mi primer bandolín, en Cumanacoa. ¡Cuánta emoción! —exclama el maestro—. Mi papá puso la mitad, y un compadre de él puso la otra. El bandolín más malo que he tenido yo en mi vida fue ése, pero con mis ganas de verme con un bandolín en las manos, no me importaba nada».

De Cedeño, viajaba a Cumaná y se relacionaba con otros bandolinistas populares, como Juancito Silva y Chico Mono. Y de cada uno iba aprendiendo nuevos temas y formas de tocar el instrumento. A partir de esa búsqueda, surgió su primera composición, “El cumanés”, a la cual siguieron otras como “Cochabamba”, “Llegando a Cedeño”, “El conuco”, “El catire”, “Mi bandolín” y muchas más. A la fecha, existen más de 20 temas de su autoría.

Cuando cumplió la mayoría de edad se mudó a la capital del estado Sucre y empezó a trabajar en la pesquera La Gaviota. Fue en esa época en la que tuvo su primer encuentro con María Rodríguez. «¡Imagínate tú, chico, conocer a esa mujer que yo escuchaba en los diciembres en la radio, en las misas de aguinaldo! Una mujer muy acelerada, con una cara de agresiva, de peleona (risas)».

Años después, cuando Remigio ya era empleado de la Universidad De Oriente, ingresó oficialmente al grupo musical de María. Con ella realizó su primer viaje a Estados Unidos, y a partir de ese momento, poco a poco se fue llenando el pasaporte de sellos: Portugal, Cuba, Puerto Rico, Inglaterra y China. También viajó por Venezuela, llevando esa música tan autóctona, tan atada a la raíz de su tierra.

«Yo nací para esto, para ser músico y amigo de la gente. Hasta que Dios me lo permita, seguiré tocando», concluye, reflexivo, un hombre llano que es, al mismo tiempo, una institución viva que guarda en su memoria un sinnúmero de composiciones del repertorio tradicional oriental venezolano, que surgieron a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y que se transmitieron, a través de parrandas, de una generación a las siguientes. La obra de Remigio Fuentes Natera es de un valor inefable.


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