Foto: Fundación Alfredo Sadel

Una carpeta con recortes de prensa, que ha permanecido en la última gaveta de la mesa de noche de mi padre durante 30 años, comenzó a engordar desde el martes 28 de junio de 1989. La tristeza de aquel día fue combatida a punta de discos, lectura y tijeras. En tiempos previos a Google, esa mañana suponía la oportunidad de encontrar información valiosa entre las notas necrológicas que copaban los diarios. El fin de semana siguiente también; las revistas dedicarían números enteros a contar la vida de Alfredo Sadel, el ídolo que acababa de morir.

Crecí en un hogar en el que los próceres no son guerreros a caballo, políticos ni estrategas militares. Son mujeres y hombres que hacen magia de los sonidos —y los que no cantan, componen y tocan, juegan béisbol—. Son semidioses que no duermen en libros de historia ni frescos nacionalistas, sino que viven y nos acompañan, como una banda de fantasmas felices, cada vez que encontramos una excusa para celebrar nuestras vidas con las suyas.

Sadel siempre está en primer plano. En casa, él siempre es el artista que cierra. La cabeza del cartel. Sus compactos forman torres que representan nuestro bagaje. Sus vinilos, hileras que han agudizado nuestra sensibilidad musical. En la discoteca de mi padre, donde conviven Sinatra y Gardel, Aretha Franklin y Gualberto Ibarreto, los Beatles y La Dimensión Latina, La Billo’s y Barry White, Aldemaro Romero y Julio Iglesias, Alfredo Sadel es el líder en ventas. Es el que más ha cantado y, sin embargo, el que conserva la voz intacta.

Fue de los cantores favoritos de mis abuelos, nacidos en los años 20. Es el ídolo de mi padre, que nació en octubre de 1949. Y es una presencia constante en las listas de reproducción de mis hermanos y yo, que llegamos entre la década de los 70 y la siguiente. Es el único artista que logró cautivar a tres generaciones de Guaraches melómanos. Sadel es un cordón que nos conecta y que, paradójicamente, se ha vuelto aún más poderoso ahora que estamos desperdigados entre Venezuela, Ecuador y Colombia, manteniéndonos al día a través de videollamadas.

A medida que envejecen, los hombres suelen contar las mismas anécdotas con más frecuencia. Fernando Guarache Chópite, mi papá, atesora, como si lo guardase en un cofre, el momento en que estrechó la mano de Alfredo Sánchez Luna. Cuando lo llamo y le cuento que quiero escribir sobre Sadel a propósito de los 30 años de su muerte, sonríe complacido. Esta vez soy yo quien le pide que me eche un cuento que he escuchado varias veces. Sin revisar libreta foto ni calendario, dispara la fecha: “Fue el 9 de diciembre de 1988. Un concierto que dio en el Colegio de Ingenieros de Cumaná”.

Recuerda que conversó con él. Que fue muy amable aunque ya estaba adolorido. Un amigo suyo, colega médico, llamó a mi papá para que juntos ayudaran al personaje a subir al escenario, desde donde ofreció un recital inolvidable acompañado por una pista. Meses después sería editada una colección de discos suyos que hizo crecer las torres y las hileras de álbumes de esa quinta en la que me crecí. Al poco tiempo sería homenajeado por Carlos Andrés Pérez, que apenas comenzaba su segundo mandato presidencial en medio de turbulencias. Seis meses y tres semanas después, se despedía de este mundo para habitar otro y los recortes de prensa que hablaban de él en tiempo pasado empezaron a apilarse en aquella gaveta que no tenía el menor atractivo para un niño curioso que soñaba con ser poeta o grandeliga o las dos cosas.

Pasó el tiempo y llegó el momento en que sí me interesó, porque “Desesperanza”, “Mi canción”, “Tú no comprendes” y “Yo soy aquel cantor” se colaron inevitablemente en mi habitación de canciones favoritas. “Di”, “Aquellos ojos verdes”, “Vereda tropical”, una hermosa composición de Billo Frómeta llamada “Canción sin título” y un tango que nadie canta como él, titulado “Nostalgia”, dejaron de pertenecer a la categoría música que oye papá. Sadel, sin esforzarse, cantando a dos o tres pasos de los micrófonos, siempre con esa sonrisa magnética, lo volvió a lograr y se abrió espacio entre los Beatles, Pearl Jam y Soda Stereo; entre Pink Floyd, Amy Winehouse, Desorden Público y Los Amigos Invisibles.

No sé cómo lo hace, pero Sadel canta cada vez mejor. Es el mismo registro, la misma grabación, el mismo artista, pero cada año que pasa, mientras todo lo demás parece envejecer, volverse áspero y avinagrado, su canto florece. La misma canción, poco después, fluye con más nitidez desde el altavoz. Debe ser un fenómeno que le ocurre a esos cantantes que son primero sentimiento y después todo lo demás.

Sadel podía interpretar con soltura pasodobles, rancheras, tangos y boleros, y también joropos y merengues caraqueños. Sadel, quien escribió canciones hermosas —varias de ellas en ritmos de raíz tradicional—, comenzó a llevar música venezolana por el mundo mucho antes del neofolklore, sin 1×1 ni Ley Resorte. En su repertorio viajaban obras de Aldemaro Romero, Billo Frómeta, María Luisa Escobar, Juan Vicente Torrealba e incluso una joya, titulada “Escríbeme”, a través de la cual Guillermo Castillo Bustamante expresó su melancolía desde Guasina, tras las rejas de una celda en la que fue encerrado por pensar distinto en los años duros de la dictadura perejimenista.

Sadel, un artista que grabó más de 100 álbumes, llevó su venezolanidad al Ed Sullivan Show, el programa con mayor raiting de la televisión estadounidense del momento, el mismo que disparó la beatlemanía cuando John, Paul, Ringo y George visitaron Nueva York por primera vez. Sadel brilló en la era dorada del cine mexicano y logró un contrato de la Metro Goldwyn Mayer. Y el mismo Sadel mandó todo eso al carajo cuando estaba en su cúspide de fama porque soñaba con irse a Europa a cultivar el canto lírico y llegar a la escena operística. ¿Y saben qué? Lo logró. Pero decidió volver a casa, a su país, a una Venezuela de la que no podía mantenerse lejos demasiado tiempo y por la que había arriesgado mucho, ayudando a quienes, desde el exilio, lucharon para recuperar la libertad.

Hoy Sadel representa una venezolanidad que pareciera desvanecerse. La Venezuela del humor fino y las buenas costumbres, del talento y la gracia, del esfuerzo y la recompensa. Un país que aún existe, aunque demacrado. Un país con el que no cuesta reconciliarse si es a través de aquel hombre ilustre que nació en el centro de Caracas para cautivar al mundo con su voz.

Este texto fue publicado originalmente en junio de 2019