Día 2. Tener una casa grande y cantar para poder llenarla; por Adriana Herrera y Willy McKey



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Es domingo y no parece que vaya a llover. El uso convertía a los paraguas en sombrillas sujetadas por gente que se abría espacio para ganarle una al sol. Quien haya venido ayer a la Plaza Altamira Sur habría podido adivinar que poco antes de las cuatro de la tarde ya las gradas estarían a punto de llenarse.

A esta misma hora el público de ayer estaba espantando con la vista la nube negra que amenazaba el escenario minutos antes de la función a cielo abierto de Vivo, el musical. Quizás por eso tanta previsión, tantos paraguas, tantas ganas de que el clima no truncara la posibilidad del espectáculo. Pero Caracas es así: amaneció dominical, soleada y azul.

Una vez más: así es la vida en el trópico.

El concierto de hoy se llama “La casa grande”, como aquel texto escrito por Leonardo Padrón en 2015 y que fue tan compartido en las redes sociales. Padrón forma parte de la escena pautada, que también incluye a Mariaca Semprún y al maestro Aquiles Báez. Hace un año esta misma terna presentó El Des-concierto, pero hoy con facilidad triplican el público que tuvieron en la edición anterior del festival.

Los espacios abiertos obligan a que el rito de la prueba de sonido no sea como cuando el público espera afuera de las salas. Es imposible gritar, soltar algún chiste de doble sentido por los micrófonos o excederse en la animosidad de los reclamos: hasta la prueba de sonido forma parte del espectáculo en medio de la transparencia de la calle. Así que cuando Aquiles Báez, Yonathan “El Morocho” Gavidia y Rubén Márquez improvisaron con el calor y “Ojalá que llueva café el campo”, de Juan Luis Guerra, ya había público suficiente para aplaudir las ocurrencias del guitarrista. En especial cuando les pidió que cerraran los paraguas para que ver si se escuchaba mejor.

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Claudio Nazoa ya había llegado, vestido de negro y con pajarita, padecía la temperatura. Mariaca Semprún todavía no se dejaba ver. Los músicos y Padrón estuvieron refugiados del sol en la librería Lugar Común hasta minutos antes que empezar la función. Así que cuando Mariaca llegó, todos los cómplices de lo que venía estaban completos: la mirada de cada uno de ellos al volver al auditorio urbano que habían abandonado hace apenas unos minutos era de franca sorpresa, como si se les dificultara creer que tenían al frente a un público capaz de apretujarse sin importarle el calor.  Un ventilador aparece como un regalo. Su máxima potencia alcanza a Mariaca, quien desde un toldo blanco (y no oscuro como el de ayer) espera el turno de cantar. Ya todos los elementos tnecesarios para comenzar tocan la puerta de La Casa Grande.

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“La Casa Grande” es un texto que ya tiene un año de haber sido publicado. Hoy ese texto parece persistir irremediablemente, convertido en el eje del concierto que en segundos va a mezclar la palabra con la música. Es la columna vertebral de este encuentro que,  intercalando canciones de compositores venezolanos cuyas letras ya están instaladas dentro del ánimo del público, hace que los asistentes se descubran a sí mismos cantando en comunión.

Pero segundos antes de que cantar fuera la acción concreta, Leonardo Padrón dejó salir una frase que se coló por el sonido e hizo que todos los paraguas se cerraran al mismo tiempo: “Será un lento y feroz comienzo”. Ahí la guitarra de Aquiles Báez entró leve tocando “A mis hermanos”, su buque insignia. Entonces la atmósfera se transformó y la reflexión consiguió acomodo en medio del sopor que parecía estancado sobre la plaza.

Al parecer no hay sopor que no se espante con un aplauso.

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Mariaca comenzó con “Venezuela habla cantando”, una canción de la misma Conny Méndez que más de uno no confiesa tener en su biblioteca. La segunda pieza determina el camino hacia “La Casa Grande”, pues quienes tengan el texto leído saben que “El norte es una quimera” y el merengue de Luis Fragachán tiene mucho sentido en medio de tantos selfies con Cruz-Diez al fondo. Quienes no están aquí, quienes no están en Caracas, quienes no están en el país también pueden verlo: Padrón apunta con su teléfono cada detalle que cree puede interesarle a quienes desde lejos y vía Periscope pueden querer cantar un merenguito.

“Viajera del río” seguía en el repertorio. Y, como el hombre del vals mira hacia el río, Mariaca veía hacia el púbico escudriñando entre los presentes. Así advirtió que allá arriba, en la acera y casi escondido, estaba Laureano Márquez. El entusiasmo de su saludo lo obligó a bajar ruborizado y hacer reír a los presentes poniéndolos a pensar. Buscó acomodo en las gradas y aquella rara visión de la esperanza que tiene el sujeto lírico de “Viajera del río” sirvió como una suerte de parabán entre el merengue caraqueño y antiquimérico y una visión más urbana de esta aporreada metrópoli en una canción de Yordano: “Algo bueno tiene que pasar”.

La función de ayer demostró cuán cuajado está el repertorio de Guaco en el público del Festival Caracas en Contratiempo. “El sueño de Simón”, ese clásico del disco Archipiélago, fue interpretado hace 24 horas por Rolando Padilla en este mismo lugar pero en clave de nostalgia. Hoy suena con voz de mujer y revestido de empuje, de esperanza, de entusiasmo. Sirve de prólogo ilustrado al texto “Salvoconducto”. Al parecer el guión tiene la piedad de permitir un reposo hilarante, así que después del texto entra Claudio Nazoa a hacer reír a los presentes con consciencia de la oportunidad.

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La “Tonada del Cabestrero” lleva el concierto a la región de los incuestionables. Habrá quien crea que durante el tiempo que dura esa canción la avenida es sabana abierta y la autopista el principio de los esteros. A veces la seriedad de los encargados de homenajear a los maestros olvidan que Simón Díaz era también un gran humorista. La tonada bien pudo haber sido la escenografía sonora para hacerle lugar a los rebullones del miedo y el humor, en forma de “El Espanto”, aquel divertimento del muerto sin cabeza, sin pantalón ni camisa, con las manos en los bolsillos y su macabra sonrisa. La única manera de devolver el paisaje a su lugar estaba en el repertorio de Ilan Chester y “Canto al Ávila”. Una versión enternecida por el arreglo y la colaboración del auditorio parecía espantar las nubes que ya amenazaban con tapar a la montaña. Mariaca, además, escudriñaba en las referencias que encajaran en medio del coro, perfilando una antología musical con un coro enorme.

La siguiente canción era una determinación cartográfica. No sólo por tratarse de “Al norte del sur”, sino por completar esa suerte de santa trinidad de la canción urbana caraqueña con una letra de Franco De Vita. El público la reconoció de inmediato y el aplauso emocionó todavía más a Mariaca, quien en el primer “no lo dejes morir” guapeó pero consiguió un apoyo inmediato del público, lo suficientemente sólido como para terminar de entrompar la canción y armar el coro como si se tratara de un conjuro. Fue en medio de esa emoción que Leonardo Padrón entró a “La Casa Grande”.

Si usted no estuvo ahí, venga: limpie sus zapatos y entre. También es su casa.

Al final, después de los aplausos, iba a repetirse el ejercicio con otro tema de Guaco. Según el set-list, la misma Mariaca que empezó la función de ayer con una versión melancólica de “Sentimiento Nacional” ahora debía retomarla. Pero hubo un cambio en el remate: tratándose del natalicio de Simón Bolívar era natural llegar hasta “¡Viva Venezuela!”, aquella canción de Un Solo Pueblo que suena a costa, a este sol, a nosotros.

A algunos, incluso a nosotros mismos, puede parecer que en el Caribe la música nos distrae demasiado. Y quizás sea cierto. Hoy, ahora, al menos durante estos días puede que nos resulte necesario.

De nada sirve tener una casa grande si no puedes llenarla de gente cantando. Quien pertenezca a esta casa debe saber que puede volver cuando quiera. Y cuando eso pase lo hará cantando.

 


Foto: Nicola Rocco

Foto: Nicola Rocco


Foto: Nicola Rocco

Foto: Nicola Rocco


Foto: Nicola Rocco

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