Martín Trío, Narrar en canciones


Por Lizandro Samuel

Fotos: Nicola Rocco

Rafael Martínez Mendoza rasga el cuatro y pienso que la intimidad es un tesoro que brilla más fuerte mientras menos ojos están sobre él. El músico da indicaciones, desde el centro del Espacio Plural del Trasnocho, a dos personas que están en la cabina de controles ajustando el sonido. Uno de ellos es José Cheo Mendoza, el baterista. Los inicios de las bandas se parecen a la vida de los deportistas amateurs: antes de que les toque firmar autógrafos, deben ser sus propios utileros.

Martínez ordena al bajista, Emanuel Guerrero, que se sume a la prueba. Emanuel camina con timidez. Ocupa su asiento y Cheo hace lo propio. Mientras veo a los tres integrantes de la agrupación Martín Trío ajustar detalles, a solo 40 minutos de que empiece su concierto, recuerdo un fragmento de La insoportable levedad del ser: “La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo. Y la persona que se priva de ella voluntariamente es un monstruo”.

Antes de las luces y los aplausos, los músicos parecen actores de reparto en una película de bajo presupuesto.

Cheo, temblando —dice que por el aire acondicionado, aunque quién sabe si es por los nervios—, se dirige entonces al líder del grupo y gesticula llevándose varias veces la mano a su boca:

—¿No hay nada para comer? –pregunta.

Los artistas, fuera del foco de las luces, viven con la mundana opacidad del resto de los mortales: se ponen nerviosos, les ruge el estómago y se desesperan cuando las cosas no salen bien. Por eso separan su vida privada de la pública. En la intimidad, Charly García es un loco, Fito un antipático y Calamaro un irresponsable. En la intimidad, los integrantes de Martín Trío son tres tachirenses que sueñan con aplausos mientras se abalanzan al recién aparecido catering.

Con varios minutos de retraso, y luego de la insistencia del personal de protocolo, el público comienza a entrar. Son las 11:20 de la mañana del domingo 16 de septiembre y estamos esperando que arranque esto que se llama Noches de Guataca. El nombre parece una ironía cuando se entiende que es tan temprano que el Centro Comercial Paseo Las Mercedes, donde se encuentra el Trasnocho, ni siquiera ha abierto. Para llegar a la prueba de sonido tuve que entrar por el estacionamiento y descender hasta encontrar la única puerta sin bloqueos. Cada quien escoge con quien subir al ring: las Noches de Guataca reparte y esquiva golpes versus la crisis venezolana. Si viajar de Táchira a Caracas –como lo hizo Martín Trío– es considerado hoy día una hazaña, disfrutar de una noche de música en plena mañana es una paradoja solo entendible en estos tiempos que merecen ser narrados desde el arte.

 Rafael Martín Martínez, José Cheo Mendoza y Emmanuel Guerrero salen a la escena como niños que se preparan para un recital de colegio. Pero el aroma de la intimidad previa se evapora y los flashes hacen lo suyo: Martín y Cheo lucen otra camisa, con lo que dejan de parecer amigos hambrientos. Cuando la agrupación interpreta sus dos primeras piezas instrumentales (San Cristóbal andina y Preciosa merideña, de Chuo Corrales y Pedro Castellanos, respectivamente), el espectáculo termina de instalarse: tocan con la seguridad y el dominio da saberse escuchados.


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Finalizan las dos interpretaciones y Martínez comienza a hacer una de las cosas que mejor la saldrá en la jornada: hablar. No porque su voz o su destreza con el cuatro –y, en ocasiones, con la guitarra– no den la talla, sino porque cada interpretación se revaloriza con la explicación previa que ofrece el autor.

El cuento es este. Durante el 2016, Rafal Martínez se propuso componer una canción diaria. Como es tachirense —y dicen que los tachirenses aman el desafío— escogió un año bisiesto para semejante proyecto. A los incrédulos los convenció subiendo, día tras día, las partituras y la pieza  ejecutada a las redes sociales. El resultado fueron 366 canciones. Hoy no las presentará todas, claro. Y dice que no será por falta de ánimo, sino porque el recital tendría que incluir colchonetas, comidas, agua y baño. Además, de músicos suplentes.

El caso es que, según explica, de ese total escogieron un repertorio de 65 canciones para este concierto. Pero como les daba miedo que el público se quedara dormido o que a ellos se les fracturaran los dedos, decidieron dejarlo en 15. Eso dice Martínez, mientras cambia el cuatro por la guitarra y se dispone a iniciar la tercera interpretación del día: El despertar, una pieza que desarrolla en solitario, sin ayudarse ni siquiera con su voz.

El público se emociona. Tanto cuando suenan las canciones como cuando sabe que Martínez volverá a hablar. Rubén Blades alguna vez se definió como un cronista de canciones. Tanto le aficionaba contar historias que uno de sus referentes era Gabriel García Márquez: llegó a realizar un álbum de cuentos del Gabo. Martínez parece hijo de una escuela similar. Hay quienes transmiten emociones desde la contemplación. Él y su grupo lo hacen narrando: literalmente, dejan que su arte hable por ellos.


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Juancho y el anillo es una pieza divertida, que muestra a un tipo que le dedica una serenata a su amada con la esperanza de pedirle matrimonio. El anillo de compromiso debía llevárselo su pana Juancho, quien se distrae en el camino y olvida la misión. Como los mejores cronistas, Martínez deja claro desde el primer acorde que “esta es una historia real”.

Ahora interpretan Onda arrepentida, otra historia real de (des)amor; y Día 61, con la que Martínez ejemplifica lo que sucede cuando te pones a componer todos los días: ya no sabes qué títulos usar.

Después suena El restaurador y, volviendo a un solo de guitarra, Inocentemente.


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Las narraciones fluyen al ritmo de la música. Nos encontramos envueltos en un aura tan divertida, que el mundo exterior queda demasiado lejos. El arte existe para comunicar, mientras que los espectáculos logran su cometido cuando te hacen pensar que la realidad se reduce a ese instante. Si arte y espectáculo van de la mano, crean una ilusión de intimidad como la que vivimos ahora.

Primavera de oro, Indiferentemente (otra interpretación instrumental), Lo que puedo soñar (solo de guitarra).

Que si el viaje que hizo no sé cuándo y vio a unos bestias tumbando araguaneyes, que si la presentadora de TV con la que estaba flirteando Emmanuel, que si cuenta un chiste junto a Cheo o mejor relatan cuando pidió por redes sociales sugerencias para las composiciones y unos mil quinientos despechados le recordaron que la música es el bar de los que tienen el corazón roto. Todo esto me recuerda a Frank, el amigo de Juan Villoro que un día le espetó: “Opinar no es lo tuyo: los confundidos escriben historias para que los demás opinen”.

La jornada pasa tan rápido que casi que llega la Navidad sin que nos demos cuenta: comienzan a interpretar gaitas y parrandas. Las piezas favoritas de la mamá de Martín, quien, dice, era su principal crítica y solo mostró la típica benevolencia materna semanas antes de partir para siempre.

Se escucha una inhalación violenta y colectiva en la sala ante la revelación. Entonces caigo en cuenta de lo difícil que debió ser asumir un reto creativo tan grande. No porque las ideas pudieran escasear, sino porque en un año el mundo que conoces puede cambiar 365 veces o más.

Aguántame a Belén, Al padre de la gaita, Solo esperan y Sabor a isla (pura guitarra).

Tal como ocurre con las mejores películas, pasaron las 15 canciones y uno siente que compartió durante todo ese año con Martín Trío, cuyos integrantes se levantan y reciben un bien ganado aplauso. En ese momento, noto en sus rostros el retorno de esa sencillez que predominara durante la prueba de sonido, como si el pudor abriera paso a los hombres por delante de los músicos.

 “¡una más, una más, una más!”, pide el público. Cheo y Martínez se miran como preguntándose qué más pueden interpretar: les quedan 351 composiciones en stock. Juan Gabriel, con sus más de 1500 canciones, se sentiría orgulloso.

Suena El golpe y Día 66. Y ya va siendo hora de finalizar este concierto. “Así que de repente cerramos con algo especial”, dice Martínez, haciendo un guiño que no entiendo. María Teresa Chacín aparece de entre el público, poniéndose de pie con la elegancia que sabe mantener vigente una diva. Agarra un micrófono y De repente todos estamos cantando una canción que a estas alturas ya no tiene sentido (volver a) nombrar.


Cantamos, aplaudimos y todo acaba. Los chicos de Martín Trío dejan los instrumentos sobre el suelo, dan media vuelta y retornan a la intimidad de su camerino. Nosotros, el público, dejamos de ser tal para recobrar nuestra condición de actores dentro del drama de la vida y ya no de espectadores de lo que hacen otros. Pero algo se movió. Las crónicas cantadas siguen haciendo resonancia. Martín Trío toca para que otros opinemos en nuestra intimidad.


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