Las canciones que se quedan


Por Adriana Herrera
Fotografías Nicola Rocco

El ambiente se despeja un minuto antes de que suene la campana que indica el llamado a sala. Ahí están las partituras sobre los atriles. Están la guitarra, la mandolina y el bajo; como si nadie los hubiera tocado, pero hace un minuto sonaban. Hace un minuto, Ángel dijo “vamos a gozar” y entonces la campana sonó y ellos se fueron y dejaron el escenario vacío como si nunca hubiesen estado ahí.

Quizá esos detalles son innecesarios, pero cuando el público comienza a entrar, fija la vista en los instrumentos sin músicos y la vista se queda allí, acaso esperando que comiencen a sonar solos. Ese momento de expectativa es necesario para balancear las emociones que suceden tras el telón negro; porque los músicos –despojados de sus instrumentos- escuchan el murmullo de quienes van entrando y entonces se teje esa relación silente entre intérprete y espectador y todos esperan sorprenderse.


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La gente va entrando y se saluda como quien va pasando al patio de una casa que conocen bien. Es el patio Guataca, tan lleno de música. Nada se escucha detrás del telón negro y ninguno de los que entran puede saber que hay niños vistiéndose para salir a bailar y cantar calipso. Claro, quizá hay alguno que lo sepa, pero no la mayoría. Era justo eso lo que ensayaban un minuto antes que sonara la campana. Ahora, la sala está casi llena.

“Se habla mucho de la gente que se va, pero poco de la gente que se queda”, dice Aquiles Báez para presentar a Ángel Ricardo Gómez, que está todavía detrás, esperando para cantar durante casi dos horas: para con melodías  venezolanas armar una historia que le intenta decir al público que el camino es duro, pero que hay ganas de seguir aquí. Aquí, en Venezuela. Por eso, cuando los músicos aparecen en escena, todos de jean y camisas blancas, ese público aplaude emocionado. Es como si hubiesen traído café al patio; y se va a tomar a sorbos lentos.

Es un café, un guayoyo, como el arraigo.

Entonces, cuando Ángel Ricardo salió a cantar Vengo de esta tierra, de Báez, nadie sabía que todos los temas conducirían a la audiencia por un hilo narrativo emocionado, lleno de país. Que sonaba, sí, pero que también tenía sabores y olores. Un viaje por la geografía nacional que es solo posible con la música. “Mi llamado es resistir y construir. Cuando me preguntan por qué me quedo, brota un viaje de razones”, dice Ángel justo antes de interpretar Rumbo a Oriente, de César Gómez, su hermano, también cantante. Y así llegó a hablarnos de majaretes, mazamorras y naiboas con las Granjerías, de Leonel Ruíz. Y nos dijo que aquí “hasta el ají es dulce, como dulce es la fe”. Y, a capela, le cantó unos versos a La Chinita.


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Ángel sigue, canta, sonríe, se emociona. La narración va definiendo lo que somos. Suena Uricaicara, de Leonel Ruíz y también Francisco y su gallo, de Armando Molero. Ya el público se ha acomodado bien en su asiento y se ha reído y ha recordado. Por eso cuando se escucha Hazte de esta canción, de José Alejandro Delgado, todos caen en letargo. “A veces los momentos de oscuridad, son nuestras propias luces mal enfocadas”, insiste Ángel. Y si esa oscuridad se vuelve espesa, entonces aparece Encrucijada, de Raúl Abzueta y hasta unos versos de Simón Díaz que gritan “No llores más nube de agua…”.

Suspiros. Suspira Ángel y el público, sorprendido entre lágrimas y sollozos, también. Porque esos temas van a galope de cansancio, empuje y nostalgia, (suena Pase y golpe, de Enio Escauriza).  Y es que “la desidia no se va, pero hay tanta creatividad y gente haciendo con tanta entrega que vemos la magia. Por eso hay que limpiar la maleza, para volver a sembrar”, (suena No te vayas lejos, de José Alejandro Delgado); “soltar el peso de los hombros y declarar tu amor”, (suena La jota de mi canto, de Ibrahim Bracho) y entonces el público se emociona cuando Ángel entona estas palabras: “Para decir amor, digo tu nombre”.


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Sí, “hay que hacer una fiesta de bienvenida, para decirles que hay que construir y seguir”, (suena “Si te vuelvo a ver”, de Ignacio Izcaray), porque “estoy seguro que van a regresar”, (suena “Si viajas”, de Enio Escauriza) y muchos recitan partes de ese tema que dice: “En tus manos trae el color, que siempre pinta tu poesía (…)Si es posible trae de obsequio tu sonrisa”. Y entonces, cuando Ángel vuelve a suspirar, toma aire para decir: “Me quedo porque somos muchos los tercos, porque esto es una sacudida para que aprendamos a querernos y nos reinventemos.  Me quedo por la gente que viene detrás de mí”.

Y el suspiro se rompe. Se vuelve alegría, aplausos, emoción.

Y eso pasa porque comienza a sonar Acuarela de El Callao, de Georginne Pérez y aparecen los niños que aguardaban detrás del telón: están vestidos de contentura, de colores y descalzos. La hija de Ángel se llama Mariana y canta: arranca sonrisas a quienes la escuchan. Los niños bailan y se mueven por toda la sala con sus caderas sueltas.


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El público aplaude sin reservas.

Los niños se abrazan y Ángel pregunta si vale la pena o no quedarse y esa reflexión lleva a este coro: “vamos a ordenar la casa/preparemos la comida/sentémonos a la mesa/y celebremos la vida”, que escribió él mismo y que el público canta visiblemente emocionado.


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Todos están de pie, siguen el ritmo de la tambora y el paso que van marcando los niños y así, entre aplausos, Ángel Ricardo Gómez va despidiendo el encuentro y la gente no deja de aplaudir y piden otra, siempre otra, y así sin mucha pausa comienzan a cantar La matica, de Un solo pueblo y todo sigue siendo fiesta.

A Ángel lo abrazan, la gente abraza a los niños y aparece un abuelo orgulloso que exclama: “Esa es mi nieta y va a ser un atraco, ¿tú viste cómo bailaba?”. “Mira lo que me traje para las lágrimas”, le dice una señora a Ángel y lo abraza. Más allá, Aquiles baila con las niñas, abraza al cantautor, se dan las gracias.

El escenario va quedando vacío, como al principio, pero ahora los niños corren, siguen coreando las canciones. Se abren las cortinas negras, entra la claridad, el desorden de cables, la energía después de la música. La gente sale, pero se queda afuera buscando un café, un abrazo; compartiendo la emoción. La gente que se queda.


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