Por Adriana Herrera
Fotografías Nicola Rocco
Las entradas se agotaron. Cuando Juan Carlos lo supo y se puso nervioso, se emocionó. Ese día, a sala llena, su madre estaría con él desde el público. No podía ser de otra manera: era el segundo domingo de mayo y las madres celebraban su día. Por eso ella estaba ahí y muchas otras más que entraron a paso lento a ocupar las sillas dispuestas frente al escenario. “Señores, vamos a sala llena”, gritó alguien antes de abrir las cortinas negras.
Afuera -donde todos esperaban para entrar- estaba a la venta Todas las canciones que hablan de mi tierra, la producción discográfica más reciente de Juan Carlos Grisal. Quien la pudo escuchar antes de esta guataca, sabía entonces que el concierto sería un recorrido por esos temas que suenan a merengue caraqueño, a tonada, a vals, a jota margariteña, a joropo y estribillo oriental. Pero él estaba nervioso. No fue sino hasta tres canciones después que relajó los hombros y dijo que el miedo escénico iba fluyendo. El público se lo hacía fácil con risas y aplausos.
“La memoria es parte importante en lo que estamos contruyendo”, dijo Aquiles Báez y tras esa sentencia los músicos aparecieron: Edwin Arellano en el bajo, Jorge Torres en la mandolina, Ángel Fernández en el cuatro y el propio Juan Carlos, con timidez, pero con certeza. Era su concierto soñado y por eso cuando terminó de interpretar Del mundo mío, el primer tema elegido para esa mañana, ya sonreía con más soltura y quizá fue por eso que luego comenzó a moverse por el escenario al ritmo de un merengue caraqueño de Carlos Rengifo, Un negro con bata blanca.
Elegir un repertorio para una ocasión así es un proceso lleno de razones emotivas. Se va de la nostalgia a la alegría y se vuelve a ella, con un acorde sostenido. Y eso lo sabe el público que está ahí siempre esperando la nota precisa, la anécdota inevitable, esa cercanía con el intérprete. Cuando Juan Carlos cantó Tonada a mi soledad, un tema de su autoría, todo fue silencio y luego volvieron a la risa y el compás marcado con los pies con Maldición, un vals anónimo que recita: “Yo era dichoso, pero no lo sabía”.
Entonces, el recorrido musical sucedió con naturalidad: se enalteció el polo margariteño con El polo del juramento, un tema de Manuel Graterol, el recordado Graterolacho y Juan Carlos siguió bailando con Las coordenadas de tu amor, de Libertad Figueroa y más adelante con La jota margariteña, pero eso fue después de la pausa para la anécdota, esa que Juan Carlos contó con nostalgia y que se convirtió en un Requiem para Aquiles Nazoa, un tema que escuchó cuando estudiaba en el liceo Gustavo Herrera, cantado por una chica de la que nunca supo el nombre y que fue escrita por un profesor de música que con solo dos acordes, hizo que a Juan Carlos no se le olvidara más y por eso decidió cantarla, como en homenaje a todos ellos y al propio Nazoa mientras dice: “El Ávila se asoma conmovido para mirar la marcha del poeta”.
Y esa melancolía los llevó a todos a un escenario más íntimo cuando Juan Carlos se quedó solo, cuatro en mano; y agradeció a su madre por enseñarle tantas canciones desde pequeño. Con los ojos cerrados cantó La glosa llanera de Alberto Arvelo y siguió con Voy a buscar la palmera, una tonada de Simón Díaz. Ya el aplauso se había extendido cuando Pedro Colombet entró con su guitarra y acompañó a Grisal con la Tonada para dos tristezas, de Ignacio Izcaray y Atardecer, de Lencho Amaro y Luis Laguna, un tema que dedicó a la madre de su hija para terminar compartiendo la risa con un merengue que fue casi un ejercicio de respiración llamado Desencuentro, del propio Colombet.
Los músicos volvieron a escena y Gustavo Bencomo se luce con la bandola llanera, Juan Carlos se pone un sombrero, zapatea por el escenario, el público aplaude y él lo hace también con la risa entera, mientras canta como quien trata de definir cuánto mide el llano tras cada nota. Ángel Fernández improvisa un solo de cuatro que emocionó a los presentes y que los hizo sentir tan en casa que hasta le preguntaron a Juan Carlos que por qué no cantaba gaitas, él que es tan maracucho. Pero en vez de gaita, una quirpa de Reinaldo Armas que describe a Venezuela y con la que termina en la cúspide de su emoción.
Tras el aplauso, el público siempre quiere más. Entonces, pidieron La pulga y el piojo, Venezuela, otra vez una gaita, pero Juan Carlos tenía bajo la manga un estribillo de Iván Perez Rossi, un golpe oriental y ya para ese momento está bailando sin reparos, guiado por su música.
Las entradas se agotaron y ese público salió de la sala eufórico de venezolanidad. Después de la despedida, de las gracias, Juan Carlos apareció de nuevo en el escenario cuando ya quedaban pocos por irse. Buscó las partituras, miró a la gente, suspiró. Estaba contento con el concierto que había soñado.