Por Adriana Herrera
Fotografías: Nicola Rocco
En el camerino de Aquiles Machado, alguien dejó un vaso anaranjado de plástico. Tiene hielo, y como se ha ido derritiendo, el agua se resbala por el mueble blanco y cae en gotas pequeñas al suelo. Al lado, espera una lata de Coca Cola abierta y casi por la mitad. Es una de las cuatro que Aquiles pidió con antelación. En un rincón de ese cuarto, detrás de la sala de conciertos del Centro Cultural BOD, hay un maletín pequeño. En una de las paredes cuelgan dos chaquetas negras, un chaleco y una camisa manga larga, negra también. Después del ensayo general, Aquiles se cambia de ropa en menos de dos minutos. Se lava la cara e intenta secarla con dos servilletas blancas y pequeñas que se desmoronan con la humedad y todos los rastros del papel se le adhieren al chaleco, a la barba, a las manos. Se mira en el espejo. Cree que el chaleco le queda pequeño, pero ya da igual. En veinte minutos saldrá al escenario para homenajear a Alfredo Sadel, uno de los tenores más importantes de Venezuela, ese que está alojado en nuestra memoria colectiva. Nombre que resuena, como su voz. Aquiles Machado lo sabe y por eso está nervioso. La risa le sale fácil y temblorosa, pero el verbo no se le atraganta. “Es una gran responsabilidad cantarle a Sadel, que es una de mis más grandes referencias en la música y en mis emociones”.
Así estaba dispuesto que pasara: ese viernes en la tarde, Aquiles Machado, barquisimetano y hoy en día, el tenor venezolano con más proyección internacional, estaría en Caracas para cantarle a Alfredo Sadel. Era el plato fuerte de un programa que armó Guataca para recordarlo a 30 años de su muerte y que llamaron “La Venezuela de Sadel”. Las entradas se agotaron muy rápido y tuvieron que abrir la sala un poco más temprano de lo habitual, para asegurarse que todos se sentaran en la silla correcta y a tiempo. Dentro de ese público estaba quien fuese la esposa de Sadel y también su hijo, Alfredo, quien abrió el espectáculo con palabras emocionadas que hicieron clic en la audiencia desde el mismo instante que entendieron que ese que estaba ahí era el hijo de la voz que tanto añoraban. Pero todo eso pasó después. Veinte minutos antes Aquiles Machado quitaba restos de servilleta blanca sobre su chaleco negro y ajustado.
“Elegir este repertorio, era como tratar de elegir las tres hojas más bonitas de un araguaney. Son canciones que me llenan como músico, como persona cercana a Sadel y creo que la gente se va a emocionar, aunque algunos de sus temas favoritos hayan quedado por fuera”. Lo dice y en ese instante, el otro Aquiles, el Báez, entra al camerino con un vaso pequeño con café y se lo ofrece, no sin reírse con complicidad después de un “na´guará” bien dicho. Los dos Aquiles habían estado ensayando y con ellos estaba otro Aquiles, pero Hernández, en el violín; Carlos Rodríguez en el bajo; Carlos “Nené” Quintero en la percusión y Soledad Bravo que se luciría en cuatro temas: Júrame, Ojos Malignos -como un guiño-, Desesperanza y El Cumaco. Soledad como el aplauso certero, la voz que también sabe cómo retumbar en el escenario.
Todo eso lo ensayaron antes del café, mientras alguien iba a comprar las Coca Cola que Aquiles había pedido. No conseguían el tono de uno de los temas y las voces se perdían para luego encontrarse con perfecta lucidez ante el público. En ese ensayo también pasó que cuando Soledad acudió a tiempo al llamado de maquillaje, Aquiles Machado, se acercó a los músicos y puso su voz sobre las notas de Nostalgia, un tango que estaba previsto para cerrar el show, pero que se coló antes en el repertorio aunque nadie se haya dado cuenta. Ensayó Nostalgia sin micrófono, porque podía parecer una redundancia ante su voz. El violín y el bajo debían entrar con agresividad y luego volverse sutiles, armónicos. Así se ensayó y cuando tocó interpretarlo, muchos de los presentes se pusieron de pie para aplaudirlos.
Aquiles Machado voló desde Moscú para estar a tiempo en esa tarde caraqueña. Lo hizo sin premura, aunque con la agenda apretada. Pero así asistió a entrevistas en la radio, abrazó a afectos. “Esto va contigo a donde sea que vayas, independientemente del género en el que te desenvuelvas. La música venezolana siempre va conmigo. Viajar, montarme en otros escenarios, interpretar otras cosas, me acerca a otras culturas, te hace entender con mucha más amplitud lo que te rodea, pero mi venezolanidad va conmigo. Siempre es bueno volver”.
Alfredo Sadel era tenor y un gran intérprete del bolero. Su romanticismo traspasó todas las fronteras posibles. Su música cobró otro matiz y por eso es una gran referencia para Machado. “Era raro en la época de Sadel que alguien cantara boleros y ópera. Eso era rarísimo y él sabía muy bien cómo ir de una a otra sin perder su esencia. Ahora es un poco más flexible, es lo que yo hago, paso de un género a otro sin perderme en lo que soy”. Y es cierto, lo tiene tan claro que por esa misma razón es que llenó un espacio de 800 plazas a principios de este año, con un repertorio de música latinoamericana que arrancó aplausos y cuyos fondos fueron destinados a tres fundaciones de Carora, en el estado Lara, su terruño. “Todo eso me llena como músico. La ópera, la música académica, la popular venezolana, este repertorio de Sadel. Todo me construye”.
Cuando las luces de la sala se apagaron y todas las sillas estaban llenas y Alfredo Sánchez salió a hablar de su padre, del homenaje, de ese acto hermoso que es insistir a través de la música y presentó a Machado, Aquiles salió detrás de la cortina negra tapándose la cara con sus dos manos. Fue su rubor agradecido. Y apenas interpretó los primeros versos de Cerca de ti, el público no lo dejó terminar e irrumpió en aplausos. Comenzar así era como ya estar en la cumbre y estar allí arriba de deja sin aire, te llena de emoción. Entonces, Aquiles supo que no había otro esquema posible: que estuvo bien haber volado desde Moscú para dejar esas estrofas regadas en Caracas, para hablar de Sadel y ser, como dijo casi al final del espectáculo: “Un hombre como Sadel, que representaba todo lo que un venezolano íntegro debe ser”.
Lo que pasó en ese show de casi dos horas fue un cúmulo de sonidos nostálgicos que se mezclaban con los propios recuerdos de Aquiles, quien –visiblemente emocionado- de tanto en tanto se perdía en algún abrazo con su tocayo que estaba en la guitarra, poniendo orden a todas las notas. Aquiles, el Machado, se paseó por sus propios recuerdos para darle más contundencia a esos temas que el público estaba esperando. Volvió a retazos de su infancia en Barquisimeto, a las canciones que sonaban en una rocola que terminó en la sala de su casa y de la que salían, oportunamente, algunos temas de Sadel; le hizo la segunda voz a los temas que Soledad Bravo interpretó paseándose con sus colores sobre el escenario; dejó que Alfredo, el hijo de Sadel, cantara las primeras notas de Aquellos ojos verdes y todo fue una emoción que intentaba, en vano, disimular mientras se estiraba ese chaleco negro que creía que le quedaba un poco ajustado. Y al fondo del escenario, siempre, esas fotos de Sadel que lo mostraban joven, guapo, como si su voz fuese a irrumpir en el repertorio de repente para terminar de sellar la noche. Tras cada canción, una anécdota, un recuerdo, un suspiro contenido como el que tuvo justo antes de interpretar Vereda Tropical o No volveré a encontrarte. Aquiles Machado no necesitaba un micrófono para llenar la sala con su voz, pero aún así lo tenía al frente y él ya sabía la distancia precisa para que los boleros o el tango o el vals sonaran como tenían que sonar. Cuando se despidió y el público de pie no dejaba de pedirle otra, se quedó un poco más para poner otra nota nostálgica con Viajera del río. “La que tú querías te la dejaron para final”, se escuchó por ahí y entonces el aplauso se volvió prolongado, nostálgico, agradecido.
Fueron tantos los abrazos después del show, que Aquiles tardó un poco más de lo previsto en descolgar la chaqueta que había dejado en el camerino y en quitarse, por fin, el chaleco negro. El vaso anaranjado seguía allí, con un poco de agua. El cantante tomó algunos sorbos. La sonrisa era amplia, con todas las notas y en el ambiente flotó la idea de repetir el espectáculo, al que hay que buscarle una fecha. Había que homenajear a Sadel, sí, y con eso Aquiles, el Machado, tuvo la oportunidad precisa de reencontrarse con su música y llevársela, de nuevo, en su maleta. Hasta la próxima vez.