Por Eudomar Chacón Hernández
Alfredo Naranjo creció rodeado de jazz, rock y música venezolana, pero sobre todo de salsa, mucha salsa. No sólo la escuchaba en su casa; también en las casas de sus vecinos en Coche, la parroquia caraqueña en la que se crio y donde la salsa es parte de la complicidad y el discurso de sus habitantes.
El amor por la música, y puntualmente por la música latina, llevó a Naranjo (Caracas, 1967) a inscribirse en un núcleo del Sistema de Orquestas. Comenzó por los timbales y la batería, pero no tardó en darse cuenta de que lo suyo era el vibráfono, ese instrumento que se ha convertido en una extensión de sí mismo: “Cuando empecé a estudiar música, la felicidad, el deseo y la pasión me invadieron. Es una dicha vivir de una profesión que me encanta. ¡Qué más milagroso y bendecido que eso!”
Con el vibráfono ha recorrido escenarios del mundo junto a luminarias como Dave Samuels, Orlando Poleo, Tito Puente, Cheo Feliciano, Ray Charles, Guaco, el Ensamble Gurrufío y Álex Acuña. También fundó hace 24 años una gran orquesta de salsa y latin jazz, El Guajeo, con la que sigue creando buena música. “Hemos hecho de todo: conciertos sinfónicos, música para cine, comerciales y telenovelas, hemos viajado, grabado discos y todavía seguimos. Aunque los integrantes han variado, la orquesta avanza. Creo que la continuidad es un factor importante para poder consagrar tus metas y tus sueños”.
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Naranjo acaba de grabar un tema en homenaje a Simón Díaz donde canta Natalia Lafourcade y está produciendo otro con Trina Medina. A pesar de la pandemia, en este último año no ha parado de hacer música ni deporte, y ha continuado con su programa Sólo latinas, que comparte con Fernando Sosa Leal en Radio Rumbos 670 AM.
—Sé que uno de tus grandes referentes vibrafonistas es el maestro Dave Samuels, a quien no sólo conociste en tu época de estudiante en El Sistema, sino que también coincidieron cuando viviste en Nueva York. ¿De qué manera influyó ese vínculo en tu carrera?
—Ciertamente, no sólo tuve la suerte de tenerlo como maestro, sino que posteriormente tuve una relación amistosa muy cercana con él. De hecho, el instrumento con el que toco actualmente me lo obsequió Dave. Lo cierto es que antes de conocerlo yo escuchaba su música todos los días: tenía sus discos, sus videos, los oía de día y de noche una y otra vez. Imagínate lo que significó para mí después tenerlo como amigo, que me invitara a comer a su casa con su familia. Fue de verdad un gran honor haberlo conocido, y siempre lo recuerdo con muchísimo cariño.
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—A los 18 años te mudaste a Nueva York, becado para estudiar en la Universidad de Long Island. ¿Cuál consideras que fue la gran enseñanza de esa época?
—Para mí fue un crecimiento integral porque al irme no solo aprendí más acerca de la música, también aprendí a vivir, a cocinar, a cuidar mi salud. Si hubo una época de mi vida en la que fui disciplinado con mi salud fue esa, porque yo sabía que si me enfermaba, no tendría a nadie que me ayudase. Tengo muchísimas anécdotas con grandes estrellas de la música, del cine, del deporte. Una de las cosas que amo de Nueva York es que ahí confluye todo el mundo. Fue una época muy enriquecedora, en todos los sentidos. Recuerdo los juegos de la NBA, los torneos de tenis, los conciertos sinfónicos, los ensayos de grandes músicos a los que podía asistir. Todos los días pienso en Nueva York.
—Cheo Feliciano te llamó en una ocasión “El mejor vibrafonista del mundo”…
—Con Cheo Feliciano me unió una amistad, apartando lo profesional. Antes de irme a Nueva York, cuando vivía en Coche, solía poner los discos de él donde había vibráfono y me sentaba a tocar encima. Años después, cuando me llamaron para tocar con él, recuerdo que apenas empezamos el ensayo, él volteó hacia donde estaba yo y me miró con agrado, porque se dio cuenta que yo entendía el swing que él quería para tocar esa música. Así que a partir de allí hubo una química tremenda y nos hicimos grandes amigos. Y sí, en efecto, en una oportunidad me dijo esas palabras tan hermosas, que se han convertido, de alguna manera, en una carta de presentación porque cuando voy a otro lugar, la gente me recuerda eso que Cheo dijo.
—Apartando la modestia, ¿qué crees que te hace destacar de tus colegas?
—Yo tengo mi manera de tocar. Hay muchos músicos virtuosos, jóvenes que tocan extraordinariamente bien, pero yo he desarrollado mi forma particular de entender el vibráfono, de expresarlo, de saber cómo se frasea en la salsa, en la charanga cubana, en la música caribeña. Esa es mi línea, no solamente como intérprete del vibráfono, sino como compositor y arreglista.
—En 1993 lanzaste tu primer disco Cosechando. Desde entonces has lanzado ocho producciones, entre ellas la más reciente, Be Jazz Sessions. ¿Qué diferencias y similitudes encuentras entre el Alfredo de ese primer proyecto y el último?
—Evidentemente hay una evolución, un crecimiento que se nota desde todo punto de vista: en la interpretación del instrumento, en la composición, en la manera de producir un disco. Creo que lo que siempre ha estado presente y que ha marcado mi crecimiento es la intuición y el interés por hacer una revisión constante de mi trabajo.
—Si te obligaran a quedarte con uno de tus álbumes, ¿cuál sería?
—En todos los discos hay cosas que me gustan y cosas que no, pero creo que los álbumes de El Guajeo son muy buenos y en los países cercanos han tenido mucha difusión. Cuando nos vamos de gira me doy cuenta que hay temas específicos de esos discos que la gente los canta. También me gusta Vibraciones de mi tierra, que estuvo prenominado al Grammy, en el que actúan Arturo Sandoval y el Ensamble Gurrufío.
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—¿Cuál es tu mensaje para las nuevas generaciones de vibrafonistas?
—Hay que estudiar mucho. Creo que los jóvenes de esta generación tienen una desorientación muy marcada, porque no tienen referentes. Desconocen la importancia de la historia de lo que hacen, de lo que están emprendiendo, y en una situación así estás en mucha desventaja. Si puedo compartir algo a las nuevas generaciones es que hay que cultivar la disciplina, el respeto, la ética y la mística en el trabajo. Creo que esos son los valores humanos fundamentales para salir adelante en este mundo que nos ha llevado a una vorágine que pareciera no tener sentido. Antes el mundo era mucho más humano y cívico.
—De tener que elegir entre seguir tocando y enseñar todo lo que sabes, ¿con qué te quedas?
—Me gustan las dos. Tocar es maravilloso porque te permite interactuar con el público, vivir la complicidad que hay cuando estás con otros músicos. Es una bendición del cielo que uno pueda expresarse a través de la música. Por otro lado, enseñar es una vocación, y también me encanta. Amo poder sacar de las entrañas del alma lo mejor de un alumno, despertarlo, incentivarlo. Eso también me parece sagrado y me encanta hacerlo.
—¿Algún evento de tu carrera que quisieras olvidar?
—Hay muchas noches donde he tocado muy mal, pero creo que eso es parte del proceso de evolución de uno como músico y ser humano. En la jerga taurina se dice que no siempre los toreros tienen su mejor tarde; en el béisbol, hay temporadas en las que a un jonronero lo ponchan hasta ocho veces seguidas. Lo mismo pasa con la música. A veces estás bien, y otras veces no tanto. Claro, uno ya tiene un estándar y quiere dar siempre lo mejor. Ha habido días en los que he estado muy errático, y cuando lo recuerdo, no me siento bien.
—¿Qué sientes que te hace falta por lograr?
—Yo anhelo muchas cosas. Quisiera tocar más de lo que toco, y creo que esa sensación la tenemos todos los que estamos comprometidos con las bellas artes, en este caso con la música. Tengo sueños, como tocar junto a grandes artistas a los que admiro, poder difundir más mi música, conquistar más festivales en los que me interesa estar.
—¿Puedes resumir tu carrera en una frase?
—Entregar y tratar de dar todo lo mejor de ti, como si no hubiera un mañana.