Centauro: Un autorretrato jazz de Carlos Urribarrí


Fotografía: Manuel del Puerto/ Diseño: Douglas Moreno

Carlos Urribarrí se dibujó a sí mismo a través de canciones. El guitarrista zuliano presenta una obra que apunta a la sencillez, al trazo fino sin artificios, al mensaje desnudo sin rodeos, en la que, siempre en torno a un núcleo de jazz, junta retazos de sus gustos y facetas, muestras de una identidad mestiza, mixta como el Centauro (2024), mitad hombre mitad caballo, que acabó dándole nombre.  

El nuevo álbum puede entenderse mejor en su relación dialéctica con el anterior, Templo de agua (2022), que estuvo (está) envuelto en una nube mística de realismo mágico, una fantasía sonora. Centauro, más allá de su título mitológico —que nada tiene que ver con la novela de Rafael Osío Cabrices sobre José Antonio Páez publicada recientemente— plantea un concepto menos sesudo. Es música hecha por estricto placer, llevada por el impulso del gusto y las ganas. 

Urribarrí formó un trío con el contrabajista Elvis Martínez y el baterista Adolfo Herrera, quienes participan en la gran mayoría de los temas. Y a partir de esa base sólida, construyó piezas como “Nueve personas”, una onda nueva con caprichos rítmicos en la que se sumó el cuatrista Miguel Siso y el flautista Fernando Fuenmayor

Casi la misma formación —sin la batería de Adolfo, y con la adición de la cantante cumanesa Nathasha Bravo— grabó el merengue caraqueño “Pájaros”, en el que las voces, como Urribarrí suele hacer, no transportan letra, no recurren al lenguaje, sino que funcionan como instrumentos para adornar y enfatizar sensibilidades. No obstante, ese tema, que escogió para cerrar el álbum, está inspirado en un poema de Eugenio Montejo: 

«Es una especie de reafirmación de mis raíces», explica Urribarrí, formado en Literatura en la Universidad del Zulia, sobre la canción más venezolana del disco. «Nunca he sido una persona apegada emocionalmente al país. Siento que el país es la gente; no un pedazo de tierra. (Los versos de Montejo) los interpreté como que el hogar es lo que uno lleva consigo, no lo que dejó».

FOTOGRAFÍA: Manuel del Puerto

Centauro, mezclado por Darío Peñaloza y masterizado por Jesús Jiménez, no es un álbum en sepia. Es una obra colorida, rítmicamente optimista. Quizá porque, a diferencia de Templo de agua, que fue grabado a retazos en un largo período marcado por la crisis venezolana, la migración del autor, la pandemia y todas las dificultades y nostalgias asociadas a esas tres circunstancias, Centauro es el primero hecho completamente en Miami en un estudio nuevo, Trastiempo, que regenta el propio compositor. 

Por ahí pasaron Herrera y Martínez, con quienes grabó la minimalista “Guayoyo bossa”, una pieza con cadencia brasileña dedicada al ritual cotidiano del café, que contó con un videoclip muy simpático. También lo visitó el invitado, gran bajista y multiinstrumentista de Brasil, Munir Hossn, para grabar la respuesta a ésa, llamada “Cacao samba”, una fiesta achocolatada con mucho swing que hasta puede bailarse. 

Aunque Urribarrí usó principalmente la guitarra de cuerdas de nylon, la clásica española, para reforzar un carácter artesanal, en “Ojo de tigre” recurrió a una guitarra eléctrica modelo Joe Pass, buscando un sonido jazzístico en su forma más pura. Y en la siguiente, “Tú tranquila”, grabada con el mismo quinteto, que incluyó el saxo de Eric Chacón y el pianista de Esteban Cassese, pasó a una Telecaster más versátil porque lo que quería era dar rienda suelta a sus impulsos de jazz latino, de ese influjo inevitable de personajes como Chick Corea. 

La voz de Nathasha Bravo es fundamental en “Nos volveremos a ver”, una suerte de descanso taciturno en el medio del recorrido tras un sprint de jazz. Urribarrí se la dedica a su abuela, quien falleció en un viaje de visita a su natal Venezuela —vivía en Estados Unidos— como si el destino le hubiese deparado ese cierre circular a su historia en este mundo. 

“Charlie”, la otra con guitarra eléctrica, grabada en cuarteto (Urribarrí-Herrera-Martínez-Cassese) es un mensaje a su yo pequeño, al Carlitos niño o acaso adolescente, que soñaba desde Maracaibo con tocar como Pat Metheny. Y a ese pequeñín le hubiese encantado —está seguro— mirarse de adulto en una bola de cristal grabando un disco como Centauro mientras transcurre ese remotamente futuro año 2024. 


Comparte esta historia