Una noche de ensueño con el cuatro venezolano y la Filarmónica de Nueva York


Por Ernesto Rangel & Gerardo Guarache Ocque

La escena se parece mucho a un sueño. Un descampado en medio del Central Park, corazón verde de Manhattan. A un costado, el Metropolitan Museum of Art y, detrás, la 5ª Avenida. Al fondo, el skyline de la gran metrópolis multicultural estadounidense, fetiche de tantas series, libros y películas. Sobre una tarima imponente, la Filarmónica de Nueva York se alinea en la 4.40. En el centro del escenario, el cumanés Jorge Glem con su traje negro y su sombrero rojo. A su lado, quien dirige con su batuta y su frac blanco, el barquisimetano Gustavo Dudamel. En el atril, la obra del caraqueño Gonzalo Grau, quien observa su criatura cobrar vida desde las primeras butacas. Es un triángulo venezolano de creatividad el que lleva el pulso de una histórica velada neoyorquina. 

Unas 60.000 personas fijan sus ojos y oídos en esa guitarrita rara que parece un ukelele. Muchos no han visto nunca ese instrumentito, que es como Yoda en el mundo de La guerra de las galaxias: pequeño y aparentemente inofensivo, pero, en las manos adecuadas, terriblemente poderoso, explosivo, emocionante. Eso lo atestiguan apenas comienza a sonar la Odisea para cuatro y orquesta de Grau. 

Antes, la Filarmónica y Dudamel, su flamante director, pasaron por la 4ta Sinfonía de Tchaikovsky, el célebre compositor ruso que decía que la vida era un vaivén entre la turbulencia y la calma, como esa pieza que refleja los nuevos bríos de una orquesta renovada; en parte por la llegada de la batuta venezolana. 

Tocar al aire libre en verano gratuitamente es una tradición de la orquesta desde hace más de 60 años. Los residentes de Nueva York van a su enorme jardín, montan un picnic con pasapalos y toman vino, pero el plato principal es el arte. Cuando suena la música, callan y prestan atención. Esta vez, el cuatro venezolano es ese manjar exótico que salieron a buscar. 

Además de Tchaitcovsky, y el Pájaro de fuego de Stravinsky, la obra que bajará el telón, suena la pieza «Allegro maestoso», del Concierto para trompeta No 2 del maestro cubano Arturo Sandoval, tocada por su propio autor; y una curiosidad: Bernie Williams, puertorriqueño ex jardinero central de los New York Yankees, toca la guitarra.  

Al terminar el recital, Jorge contará que subió al escenario muy nervioso, consciente de la cantidad de gente. Dirá que respiró profundo cuando, al volverse hacia la multitud, no vio nada. Por efecto de las luces, sólo pudo distinguir los rascacielos de fondo. Atravesó el recital sintiendo que le estaba dando una serenata íntima a la ciudad a la que migró, desde Venezuela, hace una década.

El concierto se produce pocas semanas después de que Jorge obtenga la nacionalidad estadounidense. Y, paradójicamente, se da el día en que el gobierno de Donald Trump, argumentando la necesidad de proteger a la potencia del terrorismo, anunció la prohibición de entrada al país de ciudadanos provenientes de 12 países, incluyendo a Venezuela, aun poseyendo visas vigentes. 

Pero todo eso queda por fuera de esta burbuja durante los 30 y tantos minutos sublimes. Lo que suena primero es el cam-bur pintón, que es como una contraseña entre venezolanos, un llamado secreto de vuelta a casa. Después, comienza la malagueña cumanesa como punto de partida del viaje que escribió Gonzalo Grau desde el oriente hasta el occidente venezolano. 

Entre el joropo oriental que representa el hogar de Glem y el golpe larense, que es una oda a la tierra de Dudamel, suena merengue caraqueño, joropo, jota, polo; se sienten los latidos de tambores de la afrovenezolanidad: la quichimba, el culoepuya, el quitiplás. En medio de transiciones —que a Grau le gusta ver como las encrucijadas de las carreteras venezolanas— el público aplaude, grito, vitorea. No quiere aguantar hasta el final.  

En la caja de resonancia de ese cuatro de Jorge —hecho de madera fina, como la de Yordano— viaja el legado de Cheo Hurtado, Rafael “Pollo” Brito, Freddy Reyna, Hernán Gamboa, Jacinto Pérez y tantos otros maestros que han hecho del instrumento nacional un actor protagónico, versátil y espectacular. 

Inevitable la piel de gallina. Inevitable que el sonido del cuatro, esa música y toda su significación, no recorra el cuerpo de un venezolano en medio de un parque que es el ombligo de una ciudad que se siente como el centro del planeta. 

A pesar del nerviosismo inicial de Jorge, la Odisea fluye. Ya se desprendió de las presiones del estreno, que se celebró en el Hollywood Bowl de Los Ángeles con la orquesta sinfónica de esa urbe californiana en 2023. La obra la han tocado varias veces desde entonces, incluso en Europa. Lo que debían ajustar, ya lo ajustaron. La química entre Glem y Dudamel alcanzó su punto de ebullición. 

Sólo hizo falta un ensayo para esta serie de conciertos, que hoy, al momento de publicarse esta crónica, sigue en el Van Cortlandt Park del Bronx, mañana continuará en el Prospect Park de Brooklyn y el sábado cerrará en el Cunningham Park de Queens.

La ovación fue frenética. Hasta el público asiático, poco dado a exteriorizar el furor, se levantó de sus asientos. “¡George Glem!”, decía uno. ¡Bravo!, decía el otro. El cuatro venezolano ganó el juego con un jonrón que barrió las bases. Un jonrón que sonó desde el Central Park hasta el Ávila, hasta la Flor de Venezuela de Barquisimeto, hasta Mochima y el Salto Ángel. 

Grau subió al escenario a juntarse con Dudamel y recibir el aplauso. Tres rostros de nuestro Mount Rushmore venezolano. 

Al salir, Glem, fiel a su vocación de músico popular, fue a darle otro mordisco a la gran manzana, que siempre tiene más dulce para ofrecer. Se subió a tocar en el bar Nublu de la Avenida C con Cheo y Los Consentidos de la Casa, proyecto de su amigo Cheo Pardo. 

Fue una manera de restarle solemnidad a un hecho de una magnitud difícil de digerir. Fue también su manera de tomar aire para lo que viene. Porque hoy sigue. Y seguirá en el futuro. La Odisea —nuestra odisea— apenas comienza.

FOTOS: Ernesto Rangel


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