Año 1982. Cristóbal Soto se lleva a Cheo Hurtado a Colombia para acompañar a Esperanza Márquez. En la habitación de un hotel bogotano, mientras afinan sus instrumentos, el mandolinista, hijo del artista plástico Jesús Soto, le propone al joven cuatrista guayanés un nuevo grupo. Le habla de un flautista fabuloso llamado Luis Julio Toro, estudiante del Royal College of Music de Londres, que apenas vuelve a Caracas, ya graduado dos años después, se junta con ellos en un rincón de Altamira a probar. No lo saben entonces, pero allí, entre ellos, germina la semilla de un proyecto fundamental en la historia de la música popular venezolana.
Han pasado 40 años de aquellos primeros encuentros. 40 años en los que cambió radicalmente el panorama de la música de raíz tradicional en Venezuela, en buena medida por lo que irradió esa agrupación que se empecinó desde siempre en sacar el folclore del ambiente festivo, del bonche y de la parranda, y presentarlo en un lugar de respeto y disfrute, sin distracciones ni conformismos.
«Pasamos muchos momentos desagradables porque queríamos que la gente se lo tomara en serio», dice Luis Julio, recordando ocasiones en las que incluso abandonaron el escenario porque no consideraban que las condiciones eran idóneas para el arte que estaban dispuestos a ofrecer.
Costó al principio, pero no tardaron en surgir oportunidades, indicios de que Gurrufío no era un grupo cualquiera. La primera: una invitación al Santa Fe Chamber Music Festival en Nuevo México. Por Estados Unidos, llegaron a hacer giras de hasta 16 ciudades, pasando por el prestigioso Carnegie Hall de Nueva York. Y en Japón, hasta de 21 recitales en un mes. De ambos países, enamoraron a productores, a fuerza de merengues, joropos y valses, por lo cual Maroa (1993), su primer álbum oficial —que antes habían grabado para una marca privada en Venezuela— se edita primero, con carátulas distintas, en Japón y Estados Unidos.
La familia completa
Cuando lanzan su primer CD, ya era parte de la banda el contrabajista David Peña, que apenas llegó, calzó como la pieza perfecta del rompecabezas. Antes, Soto, Hurtado y Toro habían compartido su etapa primigenia con artistas con el guitarrista Aquiles Báez y el contrabajista Alejandro Rodríguez, que seguiría en el equipo en el futuro como sonidista. También, con Jesús “Pingüino” González.
Lo de Gurrufío se le ocurre al guitarrista Rayman Seijas, otro con el que tocan al comienzo. Primero se ríen, y lo toman como sátira de los nombres pretenciosos de grupos de cámara de entonces. Le ponen Gurrufío Chamber Ensemble, juntando un término muy criollo, un juguete artesanal, con un apellido en inglés y francés. Una mofa. Pero a medida que la agrupación encuentra su sonido, la cosa se enseria y, eventualmente, queda como Ensamble Gurrufío.
A Maroa, le siguieron trabajos como El cruzao (1994), El trabadedos (1997) y Cosas de ayer (1998). Soto, Toro, Hurtado y Peña habían dado con la criatura ideal: Un organismo independiente de las individualidades, en cuyo seno no existe protagonismo de ningún integrante ni instrumento. Cada órgano cuenta por igual. Por separado, no son nada. Juntos, son una maquinaria cautivadora. Los egos sucumben ante la fuerza de esa otra criatura de la que no son más que extremidades.
Como instrumentistas, cada uno se ha convertido en una referencia. «Cristóbal nos cambió a los tocábamos la mandolina», cuenta Cheo Hurtado, que además de cuatrista, toca la bandola y la mandolina. Él cree que fue Soto quien impuso en el país esa manera de tocarla, menos napolitana y trinada, y más libre y saltarina, hacia el estilo brasileño.
Él mismo, Hurtado, como cuatrista —cachicamo llamando a morrocoy conchudo— ha hecho un aporte inconmesurable al instrumento nacional por excelencia. Por una parte, por su propia inventiva en las cuatro cuerdas, su manera de combinar rasgueo y punteo, de acompañar y, cuando la pieza lo pide, tomar el liderazgo de la melodía. Por la otra, como gestor cultural, por la enorme escuela, vitrina y celebración que ha representado La Siembra del Cuatro, un festival que va por 20 años de cosecha.
Lo mismo pasa con Toro como flautista, con Peña como contrabajista y con otro personaje que se suma al relato: el mago de las maracas. Juan Ernesto Laya, “Layita” de cariño, es la sensación que energizó al grupo en una época en la que Soto se había marchado a París. Hurtado estaba trabajando con él en su álbum Cuatro arpas y un cuatro (1998), a cuyo proyecto llegó el muchacho valenciano para acompañar a uno de los cuatro arpistas (Eudes Álvarez, José Archila, Alexis Ojeda y Carlos Orozco). Pero era tan bueno, que termina grabando todo el disco. El mismo efecto lo tuvo en Luis Julio, quien lo vio tocar en una fiesta en casa de Cheo y le encantó. A la vuelta de la esquina, estaba un viaje del grupo a Chicago. Allí, Layita se estrenó como Gurrufío oficial.
Perfeccionismo y naturalidad
Luis Julio Toro recuerda cómo, desde siempre, ellos se empeñaron en perfeccionar el aspecto técnico. Llevaban con ellos de gira a su propio ingeniero, cuidaban al máximo la afinación, buscaban los mejores micrófonos para sus instrumentos y trataban de amplificar con la mayor nitidez y fidelidad posible su sonido. Además, el flautista (y polifacético creador, que ha conducido un programa de televisión, otro de radio y un micro muy necesario, llamado Aventuras sonoras), lanza un dato revelador de la naturaleza del grupo. Salvo los arreglos que les han encargado a maestros como Vinicio Ludovic, Paul Desenne, Alí Agüero y Chuchito Sanoja para proyectos orquestales que lo requerían, el Ensamble Gurrufío se construyó en pleno ensayo, en el diálogo musical que se produce in situ. Por lo tanto, no ha puesto nada en papel ni pentagrama.
«Nosotros nunca escribimos nada», dice Toro, artista de una estricta formación académica, ganador de premios internacionales de flautistas como el Oliver Dawson y el Eve Kish, al que le tocó aprender de Soto y Hurtado a desprenderse de la partitura y volar con libertad, como el niño que le quita las rueditas de apoyo a su bicicleta.
«Ese fue un factor que determinó la naturaleza de los arreglos, que siempre quedaba fija por el éxito de la idea —explica Toro—. A medida que íbamos probando, alguno improvisaba algo y el otro decía: ‘¡Oye, acuérdate de esa vaina! ¡Qué bonito! ¡Vamos a repetirlo para tocarlo mañana!’ Esa es la naturalidad propia de la música popular, que es un organismo vivo. Funciona por oído, así de simple. La música popular no se hace por escrito».
Como embajador de la sonoridad venezolana, el Ensamble Gurrufío ha tocado en unos 80 países. Al mismo tiempo, ha alimentado un catálogo que incluye álbumes de colaboración con el mandolinista brasileño Hamilton de Holanda, con el vifrafonista Alfredo Naranjo (ambos de 2009) y junto al bandolista Moisés Torrealba (2002).
En compañía de la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho, editó una verdadera joya en 1999. Más tarde, en 2001, lanzó el CD Serenata con Gurrufío, que vendió bastante y gustó mucho porque combinó lo mejor de cada grupo: Gurrufío aportó su virtuosismo y sutileza instrumental, y Serenata Guayanesa, la gracia de sus arreglos vocales. También, lanzó un disco de 20 canciones infantiles, Riqui Riqui Riqui Ran (2005). En torno a sí, el grupo formó a la Camerata Criolla, un ambicioso proyecto, una orquesta ajustada a los géneros autóctonos, de la que quedó registro en el álbum El reto (2004), sobre La leyenda de Florentino y el Diablo.
El oboísta Jaime Martínez, los violinistas Alexis Cárdenas y Eddy Marcano, la pianista Gabriela Montero y cantantes como Aquiles Machado, Betsayda Machado y Francisco Pacheco han sido algunos de sus invitados ilustres. Mención especial merece el flautista Manuel Rojas, quien suplió a Toro por varios años.
Un antes y un después
Cheo Hurtado considera que el antecedente más directo de Gurrufío fue Los Anauco, un ensamble en el que Cristóbal Soto estuvo en los años en los que también surgió en Los Andes la agrupación Raíces de Venezuela (1976). Allí, compartió con colegas como Miguel Delgado Estévez y Pedro Naranjo, así como los cuatristas Roberto Todd y Hernán Gamboa. De modo que allí está el germen de varios proyectos futuros, entre ellos El Cuarteto, creado en 1979. En ese marco referencial, destacan propuestas como las de Venezuela 4 y otras de similitudes no tan evidentes como El Quinteto Contrapunto y la obra del maestro Aldemaro Romero.
Hoy, la influencia de Gurrufío va mucho más allá del instante en el que acaban sus álbumes y recitales. Es difícil que algún músico venezolano destacado en lo que va del Siglo XXI, que beba del folclor, no tenga a esa agrupación ahora cuarentona entre sus principales referentes. Cuántas anécdotas se acumulan en entrevistas de músicos jóvenes a los que les cambió la vida oír discos como Maroa o El trabadedos; artistas, hoy destacados, que recuerdan claramente la primera vez que vieron a sus ídolos en directo y se quedaron boquiabiertos ante tal despliegue de sonoridad, gracia y precisión. Celebrar al Ensamble Gurrufío es celebrar la belleza de la música venezolana con letras mayúsculas.
A 40 años de su fundación, se reunirán en un formato que pocas veces han experimentado. Serán un quinteto que juntará dos etapas del grupo porque estarán Cristóbal Soto, Cheo Hurtado, Luis Julio Toro y David Peña, pero también estará el gran Juan Ernesto Laya. Por acá, los datos:
Miércoles 11 de septiembre. Sala Galileo Galilei. Madrid. 21h00. Entradas: Click aquí
Domingo 15 de septiembre. Auditorio Infanta Leonor. Tenerife, Islas Canarias. 19h00. Entrada libre