Foto: Archivo Guataca
Por Juan Luis Landaeta
Miguel Siso coleccionaba piedras. Era tanto su interés, que en casa llegaron a preverle un futuro inequívoco como geólogo. Nacido en Ciudad Guayana, epicentro de la minería venezolana, ese destino parecía una carta segura. No fue así. A su colección de cuarzos había que sumarle su otra pasión, también brotada del subsuelo oriental: el béisbol.
Quería ser receptor o campocorto y, aunque eran las intenciones de un niño, no faltó quien se burlara de su sueño por su baja estatura. A esos detractores les respondía que eso no importaba, que vieran a Omar Vizquel. José Altuve, el jugador más bajo de las Grandes Ligas, todavía no había aparecido en la película, pero si hubiera figurado entonces, Miguel lo habría usado como argumento.
Su historia con la pelota continuaría a sus 9 años, cuando su madre decidió inscribirlo en un conservatorio de música contiguo al diamante donde entrenaba el Antonio José de Sucre, el mejor equipo de béisbol de la ciudad. Le tocó repasar escalas y principios de solfeo con el golpe seco de los batazos de fondo. No consiguieron distraerlo, y ya nada podría: la conquista sonora se había impuesto por encima de cualquier otra cosa.
A los 18 años se graduó como profesor de musica integral con muy buenas notas, diferentes de sus calificaciones escolares como bachiller. Para ese momento ya contaba cuatro años estudiando la ejecución del cuatro solista.
Foto: Archivo Guataca
Miguel viene de una familia donde hay músicos empíricos, entusiastas del ritmo y la canción como aporte a fiestas y celebraciones. Algo para divertirse y pasar el rato sin más. De allí provino el contacto con uno de los primeros músicos talentosos de los que tuvo noticia. Se trata de un primo mayor, que toca cuatro, bandola y guitarra, que además lo insertó en el mundo de las cuatro cuerdas. Fue su primer referente y su primer paradigma.
La música de su infancia fue la música infantil venezolana. Serenata Guayanesa, El Quinteto Contrapunto y el Ensamble Gurrufío completaron el panorama de esas primeras aproximaciones. Su oído lo guió especialmente hacia las composiciones instrumentales; él intentaba sumarse a las piezas con su cuatro imaginario, rasgando unas cuerdas de nylon que más nadie podía ver.
Cada vez que lo llamaban a un coro, el terror lo invadía. Detestaba cantar. Pero todo eso terminó cuando descubrió que podía tocar el cuatro y hacer melodías con él. Cuando esa certeza llegó, no sólo sintió que había dado en el clavo, sino que había descubierto algo sobre lo que podía trabajar el resto de su vida. No tuvo que cantar más.
Terminado el bachillerato, tuvo que elegir una carrera profesional, que resultó siendo un simple saludo al claustro universitario. Aunque su interés y la destreza que iba desarrollando eran notables, de su círculo familiar, incluyendo a algunos maestros muy respetados, sólo se despedía una idea: no se puede vivir de la música. Al menos no exclusivamente.
Siso tuvo que cursar un par de semestres de Ingeniería Informática, donde además coincidió con Carlos Capacho, otro músico destacado de su generación, ganador de la primera edición del festival La Siembra del Cuatro, la mayor competencia que tienen los cultores y virtuosos del instrumento en toda Venezuela, organizada por uno de sus mejores exponentes, el maestro Cheo Hurtado.
Siso decidió participar en el mismo certamen, venciendo un miedo que lo antecedía: el mismo primo mayor que lo había acercado al cuatro, había competido anteriormente y no había ganado. Concursó y ganó el primer lugar, tomándose muy en serio lo que serían sus siguientes pasos y venciendo de lleno los paradigmas con los que le tocó crecer. Así como hay peloteros bajitos, también habría un cuatrista que hiciera algo distinto a sacar el cuatro en fiestas y reuniones. Con el premio en sus manos, sentó a sus padres y les advirtió: “Yo no voy a ser un músico frustrado”.
Se mudó a Caracas, a continuar su formación en el antiguo Instituto de Estudios Musicales, dejando la informática muy lejos, en un pasado remoto en el que usaba los laboratorios con Internet para escuchar en portales digitales las últimas novedades de los artistas que le interesaban: Aquiles Báez, C4 Trío, Eddy Marcano, el Pollo Brito. Influyó en ese impulso una invitación de Saúl Vera, de quien había escuchado muchísima música sin saberlo y quien ya le había asomado la posibilidad de tocar juntos.
En la capital vivió casi 10 años y se graduó de Ejecución Instrumental mención Jazz. Allí grabó su primer disco solista, una edición correspondiente a ganadores de La Siembra del Cuatro que incluyó temas que escogió de otros artistas y cuatro propios. Si bien antes se había destacado como productor en 2010, al frente del ensamble El Quinteto Menos Uno, ahora era la primera vez que editaba una placa propia, con nombre y apellido.
El disco se editó en 2012. Fue una magnífica oportunidad, pero lo dejó inconforme. No sintió que le permitieran ser él. Para Siso la composición es vital, es algo que le gusta palpar. Él quería decir cosas distintas con el cuatro. La esencia de una innovación propia, que se tradujera en una serie de hechuras con su sello.
Fue precisamente abordando uno de los temas de esa primera producción que intuyó por dónde seguir y prefiguró algo que lo separara del resto. Brillaba más. Aunque no lo podía saber, el tema Horizontes ya se había convertido en el punto de ignición de lo que sería Identidad años más tarde.
De pronto, como si fueran obstáculos que debía sortear, empezó a tener frente a sí los preceptos de su próxima obra. Lo que quería y lo que no quería. Lo obstinaban varios lugares comunes que rodean al cuatro y a los instrumentistas. Virtuosos que se pierden dentro de lo virtuoso, un carrusel de prejuicios que acompañan al instrumento criollo por excelencia.
El cuatro tiene sobre sí un peso enorme: la cultura de quién lo toca más rápido. El clásico Pajarillo que todo showman debe incorporar en su presentación para satisfacer la ansiedad casi absurda por reducir a esos 2 ó 3 minutos toda una propuesta sinfónica, orquestal o grupal. Es como un embudo. Se piensa en el frenesí y en poder acompañar con palmas. Es una especie de falsa adrenalina que anula al artista.
Foto: Archivo Guataca
El caso de Siso es muy diferente. Aún echándose encima esas convenciones que garantizan cierto gusto y satisfacen al oído común, su propuesta estaba empezando a crecer no sólo en sentido contrario, sino en muchísimos otros. Para él, ese ribete acelerado es casi un crimen, que no hace sino limitar el instrumento con una sola (y misma) cosa. Entendió eso y empezó a buscar otra textura, más amplia. Le dio un tratamiento más balanceado. Después de todo, a pesar de lo típico, el cuatro es un instrumento más, como cualquier otro. Es global, con la capacidad de hacer sonar la música que sea a través de él, sea merengue, joropo o vals.
Muchas veces la música instrumental cae en un preciosismo ególatra que hace imposible recordar siquiera una sola línea melódica, tarareable. Las canciones que no se pueden cantar son como si no existieran. Miguel quiere que las canciones acompañen al público y por eso no roza ese error manierista. Resume su idea en una frase: “La melodía es el delantero, la que mete los goles”.
Con ese concepto, empezó a trabajar maquetas en una racha de varios meses de 2012. Curiosamente, parte del proceso creativo obedeció a la incorporación de un artefacto extrañísimo. Una especie de mutación coral. Ya contaba con la compañía de su famoso “cuatro triple” o cuatro de brazo múltiple. Casi una deidad de madera.
El luthier Alfonso Sandoval llevaba rato bromeando, diciéndole a Miguel que ya era hora de que tocara con un gran instrumento, uno de verdad, es decir, uno hecho por él. Entre idas y venidas, con historias de restauraciones de mandolas (prima del cuatro) surgió el disparate de pensar un cuatro morocho. Él ya tenía un prototipo a mano. Tenían un trato.
Ese prototipo avanzó y creció, convirtiéndose en una triple locura. El brazo de arriba, el que está pegado al cuello, tiene una afinación tradicional, la del cambur pintón. El del medio, tiene una aguda, en clave de cambur pintón, con una octava arriba del si. El ultimo brazo, hecho con cuerdas de metal, es como el que popularizó Edward Ramírez, otro virtuoso, miembro de C4 Trío.
Luna de madera y Kerepakupai vená, compuestos a bordo de esa nave novísima, y Horizontes, fueron el dibujo en limpio con el que cerró aquel 2012. El remate llegaría tres años después, con todos los demás temas que terminaron conformando Identidad.
La lista incluyó a De Borbón a Las Patillas, dedicado a sus padres, Tiempo de cambio, inspirado en el discurso de excelencia promovido por Arturo Uslar Pietri, y Nené chimblanglero, dedicado al maestro percusionista Nené Quintero, quien le dejó una cita que se ha convertido en una máxima para Siso, un ars musical: “Los instrumentos que uso no están concebidos para tocar los géneros que hago, pero lo hago sin miedo porque los instrumentos existen para tocar la música. Punto”. Verbigracia.
Haciendo la música que quería escuchar, combinando ritmos con guiños al world music, sumando baterías y sintetizadores, consiguió editar un disco que prescinde del recuerdo de la explosión cuatrística, los repiques o el mentado Pajarillo. Música venezolana con sonidos del mundo, ritmos diferentes de track a track, un poco de onda nueva, de Pat Metheny, de Bela Fleck, de joropo y un sobrevuelo de Richard Bona con selva africana, sazonado con calipso. Traer de allá y poner de aquí.
El viaje que propuso Siso explora y recuerda el concepto de música como suma de confluentes. Al mismo Miguel le encanta decir que sus composiciones no pueden deshacerse en partes aisladas que se puedan identificar. No son fórmulas o son la mejor fórmula: son música.
El 15 de noviembre de 2018 Miguel Siso se convirtió en ganador de un Latin Grammy en la categoría de Mejor Álbum Instrumental por Identidad, producido por él mismo con la colaboración de Guataca.
Se trató de una hazaña tremenda para él como músico, pero también para la historia de ese instrumento, tan popular como inexplorado y tan particular como flexible. Miguel y su foto con el famoso cuatro triple le dieron la vuelta al mundo.
Fue a la ceremonia cruzando el Atlántico y casi todo el territorio continental de América, desde Irlanda, país donde vive desde hace dos años. Sin falsas modestias, no miente: fue con expectativas. Estaba convencido de que tenía chance de ganar. Ahora el premio está justo detrás de él, que me mira a través de las maravillas de Internet, con varias horas de diferencia.
Que la celebración del éxito de un disco que sitúa al cuatro en otra órbita se haga desde Dublín no deja de ser un dato importante de los tiempos que vivimos. Miguel me recuerda que de alguna forma, Identidad fue también una despedida de Venezuela. Los dos años que tomó en grabarse el disco fueron una suerte de recorrido total por su experiencia nacional.
Identidad lo ha seguido llevando a giras y escenarios alrededor del mundo, desde Europa a América y podemos sumar y suponer lo que rodea a esa fiebre. También a otros premios, como los Pepsi Music de Venezuela, donde recientemente ganó cuatro estatuillas. Cuatro.
“Que la música sea música y que el cuatro no esté limitado a un género”. Esa parece ser la premisa clara de este guayanés entero, para quien el cuatro no puede limitarse a la música venezolana porque, además, siempre tendrá ese carácter que lo amarra a esa tierras.
Pasadas dos décadas desde que su padre lo supusiera geólogo, el músico ha cambiado los cuarzos llorones de El Callao por cámaras fotográficas y en eso disfruta buena parte de su tiempo libre. El cátcher que no fue se ha convertido en un músico apasionado a la fotografía, cosa que comparte con el flautista Luis Julio Toro. Tiene una Nikon 5100, con la cual ha tomado buena parte de las fotografías que acompañan desde el fondo sus shows. Le gusta hacer conciertos sensoriales.
Un instrumento es especialmente una potencialidad. Algo que siempre puede existir de una manera. Pueden serlo todo: desde un prisma que absorbe silencios y los multiplica, hasta la caja donde se resguardan mitos, recuerdos y épocas.
Hay músicos que anulan los siglos con sus ejecuciones, venciendo indiferentes las fechas de las partituras, permitiéndonos escuchar algo que alguien soñó hace mucho tiempo. Otros, como Miguel Siso, se esmeran en el momento musical que no ha ocurrido, la mezcla, la junta inaudita de sonidos, la clásica expectativa de la creación.
La suya es la idea de reinventar no la tradición, no la cultura, sino la lectura de un instrumento que lo notemos o no, nos compone. El cuatro es un símbolo de esa identidad que a diario reñimos, acariciamos, desobedecemos y amamos, por igual. Una configuración completa que existe y se desvanece, que vemos y no podemos tocar, como la kilométrica caída libre del Kerepakupai Vená o Salto Ángel, con el que abre su disco.