Morella Muñoz, mezzosoprano venezolana

Publicado originalmente en el suplemento Papel Literario del diario El Nacional del 29 de julio de 2022

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Editado a 10 años de su fallecimiento, Morella siempre Morella (2005) es una puerta estupenda al universo de Morella Muñoz. Vendría a ser una colección de singles de 12 álbumes que grabó en 1982 durante seis intensos meses de trabajo. Pero también es un catálogo de posibilidades. ¿Ha existido alguna otra cantante que haya saltado con semejante soltura, gracia y potencia del blues archiconocido de George Gershwing “Summertime”, a un “Aguinaldo oriental”, o de una canción infantil, “Arroz con leche”, a “He’s Got The Whole World in His Hands”, spiritual de la tradición afroestadounidense? El ping-pong sigue de una pieza operática, “Nel cor più non mi sento” (La molinara, Giovanni Paisiello), que transmite el suplicio de un amor desgarrador, a una canción de lavanderas, que es de las expresiones más diáfanas de la tradición: Cuida’o y no bebas el agua de la fuente del olvido. Canta la zamba “Alfonsina y el mar” y el pasillo ecuatoriano “Cuando tú te hayas ido (Sombras)”, basado en el poema de la mexicana Rosario Sansores. Va de un aria a un merengue caraqueño y después a una canción de cuna. Así, de ida y vuelta, hasta interpretar 30 números. La versatilidad de Morella es asombrosa.   

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Morella cantó muchísimo folclor. De su baúl de registros de lo tradicional, Discos León seleccionó un puñado con pinza —también grabado en 1982— para Nuestra voz (2006), otra obra que evidencia el enorme rango de géneros musicales que podía encarar, esta vez dentro del ambiente venezolano. Como álbum, se cuece a fuego lento. De la primera a la sexta pista, salvo una excepción —“El viajero”—, Morella canta a capella, como exigen los cantos de faena, así como una serie de piezas cortas de origen piaroa, guahiba y de otras etnias. Justo cuando ha demostrado que su voz se sostiene sola, llega el acompañamiento. Nada ambicioso; un cuatro, una guitarra, un piano. No hace falta más. La ganadora del Premio Primavera de Praga 1961 le da descanso a Schubert, Brahms, Beethoven y ese clan, para concentrarse en el merengue caraqueño (“El parrandero”, “El Negro José Dolores”), “El Polo margariteño” y el joropo en varias formas: un “Zumba que zumba”, “El totumo de Guarenas” y “La guachafita”. También encara dos piezas de Simón Díaz, “Clavelito colorao” y “El loco Juan Carabina”. Le resulta imposible renunciar al esmero de la cantante lírica, pero se administra llevada por la sazón de lo autóctono.

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Bautizado originalmente en 1972 y reeditado en 2007, el álbum Canciones infantiles venezolanas (2007) deja las partituras líricas en una gaveta. Porque esta vez canta Morella la madre. La mujer amorosa que concibió y crió junto a Pedro Álvarez Ibarra a sus dos talentosos hijos. A Gunilla, destacada productora y gestora cultural, y a Diego “El Negro”, sencillamente uno de los mejores percusionistas del mundo. La obra nos permite asomarnos a polaroids familiares, a ser parte de esa intimidad y hacerla propia. ¡Cuántos niños habrán crecido escuchando esa voz; durmiendo con su dulzura y despertando con su energía! Las 21 piezas, grabadas en Londres, son atemporales, esquivas al añejamiento, porque exhalan sensaciones tan elementales como el amor materno. Son perpetuos como la poesía y comienzan a acariciar a la criatura desde sus primeros movimientos en el vientre. Es una voz del tamaño de una orquesta dedicada al arrullo, a la candidez de una “Palomita blanca”, y también al juego; el amor, la gracia y el humor convertidos en “Arroz con leche”, “Mi real y medio”, “La pajara pinta” y más invitaciones a palmear simulando amasar arepas, a sumergirse en historias que se bailan y se riman.

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Hallacas, pan de jamón, la voz de Morella Muñoz… Aguinaldos de mi tierra, álbum de 1975 reeditado 30 años después, es uno de esas obras que se resisten al olvido. Es tal la fuerza de ese sentimiento, eso que se sembró en tantas navidades venezolanas, en tantos encuentros con familiares y gente querida que genuinamente ansiaba abrazarse antes de estrenar nuevo candelario, que su contenido sigue por ahí, reproduciéndose como las flores silvestres. Es la banda sonora de la parranda. Es alegría y ponche crema, como el que bebían los Álvarez Muñoz cada diciembre, al tiempo que cantaban en familia canciones como las que componen el LP. Son piezas que recorren la geografía nacional y sus saberes: “Niño lindo”, “Luna decembrina”, “El poncho andino”, “Al cantar el gallo (aguinaldo de Naiguatá)”, “Purísima”. Cuando suenan, el aparato de sonido pareciera invitar a quien lo escucha a agarrar alguna lata, cuñete de pintura, cualquier cosa que sirva de tamborcito improvisado, para sumarse al jolgorio. La voz de Morella lidera, pero los coros son colectivos. Todos al mismo tono, fuerte, como para alimentar el fuego de esa tradición entrañable, como para procurar que no se extinga nunca.

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Para fortuna del país y sus melómanos, dos de los artistas más grandes de la historia musical venezolana, Morella Muñoz y el gran guitarrista clásico Alirio Díaz, ambos reconocidos internacionalmente por su virtuosismo, grabaron juntos un álbum de oro. Morella y Alirio: Canciones, aguinaldos y tonadas venezolanas (1967) muestra a una Morella joven, libre e incontenible que baila con el joropo “Ave María, qué muchacho”, la “Quirpa guatireña” o los merengues caraqueños “Mi teresa” y “Sancocho e’ güesito”; enternece con “El viajero” o “Parte cantada de un cuento”; y se torna ceremonial en “Salve” y “Estrella de mar”. Son creaciones que hablan de un tiempo que ya percibimos en colores sepia, pero que se sostienen en la fortaleza de esa voz. A pesar de su condición de guitarrista solista, el caroreño se adapta a la situación. Conduce las piezas, construye las armonías; labra todo el terreno que necesita la cantante para transitar. Son verdaderos maestros de sus oficios, que aunque manejan repertorio del mundo, encuentran un terreno común en la canciones de su patria. Son sirvientes de esos ritmos y esas melodías. Se mueven estrictamente para realzar su mensaje; y los efectos de esa sinergia son, con frecuencia, la piel de gallina y la lágrima.


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