Orlando Molina y cómo contar la migración a través del jazz


Orlando Molina es sinestésico: Los sonidos le sugieren colores. Cuando el músico caraqueño, establecido en Irlanda desde hace 12 años, repasó canciones que había escrito, se encontró con tres tonalidades. La de las piezas hechas cuando todavía permanecía en su país convulso; las que creó en sus primeras experiencias como migrante en pleno proceso de adaptación a su país de acogida; y las de quien superó las turbulencias y encontró paz. De esos tres escenarios está hecho su álbum debut, Autorretrato en tres colores (2025). 

«Los inmigrantes tenemos una bandera en común. Quería contar mi historia desde lo bonito, desde el agradecimiento», dice.  Su relato migratorio, construido en código de jazz, sí involucra algún ingrediente agridulce, pero se matiza siempre desde el optimismo. Es su historia vista en retrospectiva. Él toma con pinzas las mejores polaroids del viaje. 

La película no empieza por el principio. Cargada con una vibra de alegría brasileña, “Vía 26” proviene de una estancia romántica y feliz con su esposa, Valeria, en Pescara, Italia, junto al mar Adriático. El saxo soprano de Steve Welsh, el piano de Scott Flanigan y las cuerdas de nylon de la guitarra de Molina echan el cuento a tres voces, se juntan, se enlazan en armonías y se desplazan al primer plano en solos de puro deleite. Debajo, Matthew Jacobson, baterista de todo el disco, y Pablo Contreras, encargado de los bajos eléctricos, fijan una base rítmica sutilmente caribeña, casi bailable.

En contraste, el cierre del álbum, “Realismo mágico”, es una nota taciturna. Es un trago espeso porque su semilla fermentó en aquel fatídico 2017 de protestas antigubernamentales y muertes en las calles venezolanas. Molina, desde el otro lado del océano, veía las noticias, preocupado por los suyos, cuando surgió ese motivo. En la sesión, a Jacobson y Flanigan se sumó el contrabajo de Boris Schemidt y la percusión de Gilbert Mansour. Además, el compositor sacó su guitarra eléctrica, más punzante, más incisiva; un pincel más estridente para pintar la melancolía.  

Molina va de una guitarra a la otra porque ambas lo definen. Aunque se formó como guitarrista clásico, más adelante en su vida, especialmente cuando estudiaba jazz, se transformó en un guitarrista eléctrico. Su viejo instrumento español quedó en segundo plano. Pero en Irlanda, llevado por su fascinación por el folclore latinoamericano, volvió a esas seis cuerdas elementales, a las que define hoy como su “casa”. 

Es la guitarra española la que toca en “Paciencia”, una en la que participa su paisano establecido en México y contrabajista, Freddy Adrián. Allí también resalta Alicia García, cuya voz es un instrumento más, que humaniza las melodías. Las vuelve sedosas, cercanas. 

El músico persiste en la guitarra con cuerdas de nylon en la reflexiva “De lo vivido a lo vivo”. No así en “Una vida, Many Lives”, que es quizá la más venezolana del álbum. Quien se encarga de inyectar bastante de esa sustancia autóctona es un guayanés que durante años también residió en Irlanda: Miguel Siso, magnífico cuatrista. 

El otro compatriota invitado es Eric Chacón. El saxofonista (flautista en otras ocasiones) deja caer un solo colorido en “Anda”, donde Flanigan pasa del piano al Rhodes, el mismo que suena en “Desde muy temprano”, una en la que el contrabajo no lo toca Adrián sino Cormac O’Brien

En un gesto de gratitud, Molina valora de su odisea la posibilidad de dejarse permear por la riqueza cultural de colegas y amigos de muchos orígenes, algunos también marcados por historias migratorias. Por eso, en lugar de procurar un álbum 100% venezolano, escogió un equipo variopinto. Colabora talento de Irlanda, Estados Unidos, Chile, México, Líbano y Luxemburgo. 

La historia 

Hijo de una chilena venezolanizada y un merideño, Orlando Molina (Caracas, 1986) fue uno de esos estudiantes que, apenas comenzaron a cursar una carrera universitaria, se percataron de que no era su camino en la vida. Por eso dejó pronto la Ingeniería Informática en la UCAB para irse al Instituto de Estudios Musicales (el Iudem, que estaba en plena transición y pronto pasó a ser Universidad de las Artes). Allí continuó la ruta de aprendizaje que había comenzado a sus 13 años de edad en la Escuela Juan Manuel Olivares

En Caracas, logró vivir exclusivamente de la música. Tocó como invitado de la Orquesta Sinfónica de Venezuela, hizo parte de la Simón Bolívar Big Band Jazz, compartió con Andy Durán y hasta salió de gira con artistas del mundo “urbano”, como Oscarcito. Pero al ver la debacle de su país, sintió el impulso de salir y lo hizo en el primer trimestre de 2013. 

En Irlanda, dejó a un lado su proyecto personal y se concentró en afianzarse como músico de sesión. Antes, cuando aún vivía en Venezuela, había obtenido la Beca Danny Rivera para especializarse en Cuba. Aunque interrumpió ese curso a los 11 meses —era de 3 años— se llevó muchos aprendizajes de la isla. Aprendió a tocar el tres, estudió el son y la esencia cubana, lo cual le resultó muy útil en su adaptación al medio irlandés.

Lo empezaron a llamar para eventos corporativos y privados. Un día, se halló tocando con una banda en la residencia presidencial frente al mismísimo Michael Daniel Higgins, primer mandatario del país en el que estaba procurando establecerse. Otra noche, actuó en una fiesta privada de Bono, frontman de U2, rockstar de fama mundial. 

Molina no dejó de estudiar. Lo hizo en el Newpark Music Centre (hoy Departamento del Jazz del Dublin City University) e hizo un máster en música para cine, televisión y medios interactivos en Pulse College. También, dio clases en prestigiosos colegios, como el Blackrock College, de cuya experiencia se inspiró para crear su propia escuela, Moved By Music, que al momento de publicar esta nota funciona con una plantilla de 11 docentes. 

Los datos biográficos son notas al pie de un álbum de siete piezas que contó con el arte de Liu Prato y la ingeniería de Darío Peñaloza (mezcla) y Jesús Jiménez (masterización). 

El Autorretrato en tres colores de Orlando Molina es varias cosas a la vez: Es el relato optimista de un migrante, es un álbum de jazz y es una elegante manera de celebrar la multiculturalidad.


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