Por Gerardo Guarache Ocque
El interior del autobús está oscuro y vacío, pero la máquina continúa encendida. En uno de los asientos, Oscar D’León descansa en silencio y con los ojos cerrados. No está dormido. No podría estarlo: En menos de 15 minutos deberá subir a una tarima, a pocos pasos del lugar donde estacionó el transporte que lo llevó esa misma tarde y tras unos 320 kilómetros de recorrido desde el oeste de Caracas hasta el corazón de la calurosa Barcelona. Hoy se invirtieron las sensaciones. Para esa multitud, su concierto de hoy, 15 de enero de 2010, será uno más; uno especial, sí, como todos los que ofrece, pero uno más al fin. Para el artista no, porque tras este cuarto de hora meditativo, el sonero regresará a los escenarios después de haber esquivado a la muerte por segunda vez.
¿Segunda vez? Sí. El que sufrió en diciembre no fue su primer infarto. En junio de 2003 otra emergencia cardiológica lo mandó a la unidad de terapia intensiva de un hospital en Fort-de-France, Martinica. En aquella oportunidad, a regañadientes, los médicos de la colonia francesa le dieron el alta tras una semana. Un par de meses después ya el inquieto personaje había iniciado una gira de conciertos por su país.
Esta vez esperó menos. No ha pasado ni siquiera un mes desde el susto. Hace 27 días festejó el matrimonio de su primer trombón, Nené Piñango, en Río Chico, pueblo de la costa mirandina. La mañana siguiente, la del 21 de diciembre, empezó bien, pero terminó en la clínica. A pesar del trasnocho, escribió desde muy temprano: «Buenos días, mis queridos twitteros. Hoy soy más feliz que ayer y menos que mañana. ¡Qué divina es la vida! Gracias, mi Dios, por dármela». Cerca del mediodía, volvió a la red: «Bueno, mi gente, voy directo a reunirme con uno de mis mejores amigos: el gimnasio. Nos vemos dentro de unas horas».
D’León salió a correr “para sacudirse las pulgas” —así lo cuenta él— y en el trayecto sintió la punzada en el pecho, ese hormigueo doloroso que ya él reconocía, estrujándolo por dentro. Un vecino lo reconoció cuando se retorcía tumbado en una acera de la urbanización Prados del Este, y lo llevó al Urológico San Román. La noticia del infarto corrió como el fuego por miles de hilos de pólvora. «El sonero del mundo sufrió un infarto y está hospitalizado».
Al final de la tarde, su mánager, mano derecha y aliado de toda la vida, Eduardo Ponte, salió de la habitación del centro clínico y serenó a los inquietos: «Afortunadamente su situación es estable. Lo trajeron a tiempo».
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Cuando ya todos se acomodaron en el autobús, el ídolo, que viste ropa deportiva, sale de su oficina en la urbanización El Paraíso, se ajusta una gorra Mercedes Benz sobre su cabeza rapada y hace estiramientos como si estuviera calentando para una carrera. Al salir a la intemperie, una mujer desgarbada, con bata y rollos en el cabello, lo reconoce a la distancia desde uno de los edificios —piso 8, quizá 10— y le grita: «¡Oscar, me asustaste, carajo, tienes que cuidarte mucho!» Y remata con un te amo. Él se percata, gira la vista hacia arriba y le responde: «¡Yo también te amo, mi amorrrrr!», así, con una chorrera de erres.
«Este episodio me ha dejado consecuencias positivas, como saber que el público me quiere. Eso es muy importante para mi carrera —reflexiona el músico más tarde, ya con la vista fija en la carretera demacrada que conduce a oriente—. Yo me aferré a mi fuerza espiritual y pude enfrentar eso que me dio. Tengo la fortaleza mental en la vida para lograr muchas cosas. No puedo quejarme… Me siento bien. El problema se acabó desde el primer momento en que me destaparon la arteria. Tengo el teléfono del muchacho que me ayudó. Luego lo llamaremos para comer algo, conversar…».
El autobús se detiene varias veces. Primero para en los suburbios, donde lo aborda un joven baterista. Luego en la avenida principal de Guarenas, donde los alcanza un tipo bajito que toca la trompeta. Y así se va configurando la orquesta, que viaja sin contrabajista —y eso no parece inquietar al cantante—.
Cada uno, apenas sube, lo saluda con una reverencia mezclada con alivio, un tácito qué alegría que estés vivo. Y él pareciera no darle demasiada importancia, mientras dirige al chofer como si fuera parte de la banda. Sólo le falta marcarle la clave: y un-dos… y un-dos- tres.
Con esa misma seguridad, testarudo, contrarió a su cardiólogo: «Estoy retribuyendo todo eso (el cariño que le transmitió el público tras el ataque cardíaco) empezando hoy. El médico me dijo que debía posponer el show, pero me negué. Le aseguré que me sentía bien y que iba a cantar, como estaba previsto».
Mirando hacia el horizonte, dice que a veces quisiera forzar las agujas del reloj para que se concretaran todos sus proyectos: «Hay muchas cosas que uno tiene en mente; no ahora, siempre. Las ideas están ahí, pero no cuajan cuando uno quiere. A veces la cosas que uno desea se cristalizan años después, no en el momento en el que uno las piensa. Hay que dejar que la vida continúe y que surjan las oportunidades. Por ejemplo, jamás pensé que grabaría con Paco de Lucía y lo hice. Compartir con La India, Guaco y Betulio Medina tampoco estaba en mis planes, y afortunadamente sucedió. Lo mismo pasó con aquella grabación de ‘Ariel’ en el homenaje a Billo Frómeta. Eso ni siquiera estaba pensado con fines comerciales y se convirtió en un éxito. A la vuelta de la esquina siempre hay una sorpresa».
Cuando el sol cede y se ladea, el hambre ya es un denominador común. Entre Clarines y Puerto Píritu, ya en Anzoátegui, el sonero señala La Medianía, la gran quesera criolla. «Paremos aquí». Si venía tranquilo, serio, con el ceño fruncido y la voz grave, apenas baja y ve a comensales y mesoneros, se transforma como si recibiera una inyección energética de efecto inmediato. Ahí se convierte en el personaje, el Diablo de la Salsa, el Sonero del Mundo y todos los epítetos. Ahí suelta un ¡Cóoomo! ¡Sabroossshhhooo! bien enérgico, como si el show estuviese comenzando. Saluda uno por uno a los empleados, que lo ven maravillados. Se detiene a conversar con ellos. Abrazos, autógrafos, selfies. Se mete a la cocina y besa todo lo que encuentra a su paso. Es una luz brillante que interrumpe la faena. Una estrella fugaz. Un chispazo vital que agita ese paraje remoto del deprimido oriente venezolano.
Una vez que se sienta, ordena una “cachapita con pollo deshuesaíto y picaíto” para respetar las recomendaciones nutricionales. «He perdido ocho kilos —me cuenta—. He bajado dos peldaños, dos huequitos de la correa. Dejé los lácteos, quesos y frituras, y el platanito frito que tanto me gusta. Tengo que evitar todas esas cosas, porque la experiencia nos ha enseñado. El café con leche completa sí me lo tomo a veces, porque es sabroso el condena’o, pero voy a tener que pararlo por un tiempo. Además, no estoy comiendo pan, aunque esta muérgana que está aquí —agrega sonriente, mientras le pone la mano en el hombre a su hija Irosca— hace unas tortas buenísimas».
Bienvenidos a Barcelona. Al pasar el letrero, el bus se convierte en vestidor. Todos buscan sus perchas y comienzan a arreglarse. Irosca es la única mujer del grupo, por lo que improvisa una tienda entre dos asientos. Detrás de las telas, la morena se acomoda un top y una falda, como una exótica bailarina árabe, porque en el show le corresponde contonear sus caderas cuando suena “La Mazucamba”, ese hit que se convirtió en su apodo.
Un concierto de zumbidos desordenados se convierte en la banda sonora del momento. Son los ejecutantes de los metales —trombón, trompeta, saxo— que calientan bocas y pulmones. D’León inicia su ritual de último. Viste pantalones caqui y una elegante guayabera blanca. Tras el descanso, para el que se había quedado solo en el autobús, a oscuras y en silencio, se levanta a jugar con su voz. Mientras lo hace, emula inequívocamente a uno de sus referentes, el cubano Beny Moré.
Mientras suena al fondo la algarabía de miles de entusiastas que esperan por él, me confiesa algo preocupante: «No hemos ensayado. Vamos directo». Luego, mientras saca un instrumento de su estuche, añade otro dato todavía más alarmante: «Hoy tengo que tocar el contrabajo, y no lo he hecho desde hace mucho. En estos tiempos es difícil conseguir bajista».
En ese instante se juntan dos seres: el astro que a sus 66 años de edad baila y canta en primera fila, como frontman libre y suelto; y aquel joven Oscar Emilio León Simoza que manejaba un carro por puesto entre el oeste y el centro de la capital, hasta que, al tocar el contrabajo y sonear con semejante sabor al frente de La Dimensión Latina, cortó en dos la historia de la salsa en Venezuela.
Ponte, el mánager, abre la puerta e interrumpe su calentamiento: «Hay una cosa que no te va gustar. Una doctora de Protección Civil quiere verte, tomarte la tensión…». Estudia su reacción y le insiste: «Lo hace por cariño». El músico se ofusca: «¡No, nada de eso, se verá como que estoy enfermo, en cuidados intensivos! Mejor les doy un saludo y ya está».
A propósito de la interrupción, nos cuenta a la fotógrafa Alexandra Blanco y a mí un par de anécdotas. La primera: «En la clínica sucedió algo inverosímil. Estaba en terapia y las enfermeras se metían a tomarse fotos. Me quitaba las mangueras de oxígeno, y foto y foto. Se suponía que debía estar tranquilo, pero ellas entraban… y sonrisa y flash”. Se ríe y sigue con la siguiente: «Una de las doctoras me agarraba la cabeza para calmarme, mientras otros doctores conversaban bajito entre ellos y decían: ‘Hay que ponerle un marcapasos’. En eso yo me desesperé y les dije: ‘¡Coño, qué marcapasos ni que nada, yo me siento bien, no, no, no! Y entonces me enteré de que el marcapasos era para otro paciente, el de la habitación de al lado».
Cuando finalmente baja del autobús, la gente lo rodea cual candidato presidencial en plena campaña. Desorganización. Bochinche. Una euforia difícil de contener. La multitud le impide moverse de un sitio a otro. Los encargados de la seguridad intentan controlar la situación infructuosamente. «Más de una vez he visto que las señoras… ¡cháaaquiti! Lo agarran por allá abajo las sinvergüenzas», me suelta Irosca aguantando la risa.
D’León avanza lentamente, sin desesperarse. Cualquiera explotaría, pero él no. Está acostumbrado. Por eso sonríe, a pesar del sofocón al que lo someten, peor en una ciudad que promedia más de 30 centígrados de temperatura bajo sombra. En un de par minutos ya suda. Secándose la frente con un pañuelo, alcanza la escalera y sube los escalones con agilidad como un boxeador camino al cuadrilátero. Cuando su silueta se descubre ante la mirada del público, el griterío retumba. El sonero ha vuelto a demostrar que su corazón late como esa tumbadora que golpea mientras se mueve hacia el extremo del escenario, hacia ese primerísimo primer plano en el que está desde hace más de 30 años.
Toma el contrabajo, gira la cabeza y chasquea sus dedos en clave. ¡Pan-pan-pa-pa-pa-pam!… Comienza la fiesta con un coro que el público conoce mejor que el himno nacional: Llorarás y llorarás, sin nadie que te consuele, y así te darás tú cuenta que si te engañan duele.
Baila, bromea con el público, improvisa versos, pero su voz sufre. Por tu mal comportamiento te vas a arrepentir, bien caro tendrás que pagar todo mi sufrimiento. Pareciera que tuviera polvillo depositado en el esófago, por lo que se disculpa con el público. El concierto sigue y, tras varias canciones, llega “El frutero”, donde ya su garganta está limpia. Sus cuerdas vocales, como cualquier músculo en reposo, necesitaban movimiento para sacudirse la modorra. De ahí en adelante, su voz sale tan natural y fuerte como siempre. Fruuuutaaaa, ¿quién quiere comprarme fruutaaa?
En medio del show, corren lágrimas por sus mejillas. Al verlo, Ponte, el mánager, parado a un costado de la tarima y luchando contra el estruendo que sale por los parlantes, me dice: «Está emocionado. Lo que le dio fue muy fuerte. Nos asustamos mucho. Gracias a Dios». D’León se da media vuelta, se para de espaldas a la multitud y esconde la cara como una tortuga asustadiza. Busca el pañuelo y se lo pasa de nuevo por los pómulos, la frente y la cabeza. Con un solo movimiento, se lleva las lágrimas, el sudor, el miedo, la melancolía… Cuando vuelve la cara y mira de nuevo hacia la gente, ya está a la vista su dentadura completa. La vida le sonrió una vez más, y él le devuelve el gesto.