Por Gerardo Guarache Ocque
Mi padre esperó casi 50 años. Yo, apenas unos 15. La beatlemanía, aunque a veces nos confundan esas multitudes que corren eternamente detrás de los cuatro ídolos, no tiene apuro. Los dos aguardamos con calma hasta que en 2012, por primera vez, estuvimos en contacto directo, sin pantallas de televisión, reproductores ni dispositivos electrónicos, sólo vista, oídos y corazones latiendo a millón, todo expuesto como si se estuviese ante un rocío de divinidad, con la música en vivo de Sir James Paul McCartney.
Íbamos camino al aeropuerto de Maiquetía y todavía no lo creíamos. Volábamos desde Caracas hacia Bogotá, viendo nubes por la ventanilla, y aún no parecía real lo que estaba pasando. Aterrizamos temprano en El Dorado —todavía pequeño, previo a las reformas que lo convirtieron en un aeropuerto grande y moderno—y fue allí, a la salida, cuando sospechamos que no era un sueño. Un agente de viajes se acercó y nos entregó un sobre con dos entradas: Paul McCartney: On The Run. Estadio El Campín. 19 de abril de 2012.
La visita de un beatle a Colombia era algo que parecía impensable hace una o dos décadas. No era concebible que un personaje de semejante estatura en el universo del espectáculo fuera a un país agobiado por el narcotráfico, la guerrilla y otros males asociados. Pero el panorama había cambiado cuando el osado empresario Fernán Martínez jugó todas sus cartas y –aunque me avergüence recurrir a tan gastado lugar común– en 28 días convirtió un sueño en realidad.
Íbamos en una furgoneta desde el aeropuerto hasta el hotel, acariciando los tickets con la cara estampada del beatle, cuando otros pasajeros alcanzaron a oír nuestra charla. Una simpática pareja de caraqueños que venía a lo mismo nos contaba cómo habían llegado hasta ellos los tentáculos de la beatlemanía. Bogotá estaba en un miércoles normal. Gente apurada y abrigada. Nosotros no. Estábamos relajados, en un día que todavía no tiene nombre en la semana. Un paseo por las nubes.
Caminando por el Parque de la 93, buscamos la prensa local para cerciorarnos de que no habíamos sido víctimas de una megaestafa. Todo seguía en orden. Paul había llegado y el primer detalle que trascendió fue que pidió que lo cambiaran de hotel porque la producción cometió el error de alojar al músico, vegetariano y defensor de los animales, en una suite con un sofá de cuero.
Seguíamos andando, preparándonos para la inyección de adrenalina que recibiríamos la noche siguiente. ¿De qué hablábamos? De muchas cosas. Del pasado, del futuro, de béisbol y de música. De lo que hablan un padre y un hijo que se quieren mucho y de que hubiese sido ideal que estuviesen mi mamá y también mis hermanos, que estaban concentrados en sus estudios de posgrado en otro país del mundo real.
Amaneció el jueves 19 y ya estábamos totalmente bajo el ‘Efecto Macca’. Nos habíamos pasado el switch y éramos dos adolescentes. La ciudad parecía un Londres latinoamericano, de llovizna constante y nubes mezquinas —¡cuándo no, Bogotá!—. Ni un minúsculo rayo de sol acompañó a las 35.500 personas que se congregaron desde temprano en la tarde para esperar al beatle en el Nemesio Camacho “El Campín”, el estadio de fútbol más grande de Colombia, la casa que comparten el Independiente Santa Fé y el Millonarios.
Cubierto con un impermeable desechable, bajo la llovizna que mojaba la larga fila, Fernando, mi padre, me contaba que mi abuelo, su padre, al que llamábamos El Pay, estuvo en Nueva York en agosto de 1965 cuando los Beatles visitaron por tercera ocasión Estados Unidos y tocaron en el Shea Stadium. Había salido de Cumaná diciendo que no compraría nada de esos ingleses greñudos y, al ver las dimensiones de lo que generaban en la gran metrópolis, cambió de opinión y regresó con afiches, revistas, discos y una peluca. Sí, una peluca beatle llegó a Cumaná.
Acababa de ser editado el Beatles VI. El ejemplar, fechado a puño y letra por el Fernando quinceañero el 12 de agosto de 1965 —a un día del aterrizaje de los ídolos en el JFK—, permanece en la discoteca de su casa. El álbum mezclaba temas de Help, de Beatles For Sale y sencillos sueltos como “Yes It Is”. No olvidemos que antes de Rubber Soul (1966), Capitol Records, filial de EMI en Estados Unidos, editaba sus canciones con diferente orden, carátula y juntando temas de varios discos. Luego los mismos Paul, John, Ringo y George acabaron con eso, tomaron control de todo y decidieron conceptualizar las obras, como lo hacía Sinatra.
Los que aguardaban allí, a un costado de El Campín, tuvieron una recompensa: Macca necesitaba ensayar en la prueba de sonido. Con la mitad de la potencia, revisó unos 15 temas —ninguno lo repitió en el show— entre ellos clásicos beatle como “Penny Lane”, y otros como “Coming Up”, de sus años con Wings. Sonaba la voz de Paul, la de verdad. El tipo estaba ahí, a metros de nosotros. Se oían incluso sus indicaciones a los técnicos.
Se hizo de noche y abrieron las puertas. Compramos y vestimos las franelas de la gira, nos bebimos una cerveza entre los dos —una sola para no ir al baño nunca— y nos sentamos. Un DJ comenzó a mezclar versiones de los Beatles en soul, funk y hasta salsa y merengue, algunas abucheadas por los más roqueros. Las gotas dejaron de caer y una ola humana servía de antesala.
Dos pantallas verticales de 20 metros, ubicadas a ambos lados de la tarima, mostraban collages de fotos, videos, manuscritos y dibujos. Destacaba la fachada de la casa de Fourthlin Road, Liverpool, en la que comenzó a escribir canciones con John Lennon. Cada beatle tenía su lugar especial. También los integrantes de Wings y, por supuesto, su difunta Linda, su compañera de vida y madre de sus hijos.
Fernando, el jovencito que tenía al lado —era mi papá, ya sin canas ni arrugas— me contaba que le regaló a su novia —sería mi madre unos 15 años después— el LP Revolver (1966) recién horneado, aunque ella, con el tiempo, se revelaría como una amante casi exclusiva de la guaracha: La Billo’s, La Dimensión Latina, Celia Cruz, Los Máster… Al final se lo quedó él, que, como gran coleccionista de vinilos, siempre compraba los de los Beatles de a dos: uno para oír y otro para dejar sin destapar.
McCartney salió vestido como lo que siempre ha sido: un beatle. Un traje oscuro abotonado hasta el cuello, como los que Brian Epstein les sugirió que usaran. Después de saludar y decir hola, parceros leyendo sus apuntes de localismos y frases en castellano, comenzó “The Magical Mistery Tour”, con la banda que ya tenía más de 10 años de ruta y que nació tras la grabación del disco Driving Rain. Abe Laboriel Jr., hijo del reconocido bajista, en la batería; Rusty Anderson en guitarra; Brian Ray en guitarra y bajo; y el tecladista Paul “Wix” Wickens, que lo acompaña desde 1989.
Al principio no era precisamente exaltación lo que se experimentaba. Era un montón de bocas abiertas ante una leyenda. Un shock. Canciones como “Junior’s Farm”, “Jet”, “Nineteen Hundred and Eighty-Five”, “Mrs. Vandebilt” y la homónima “Band on The Run” nos recordaban que estábamos todos celebrando los 40 años del disco más exitoso de su etapa con Wings. Esas piezas aparecían entre clásicos de los Beatles, como “All My Loving”, “Got To Get You Into My Life” y “The Night Before”, en los que Paul tocaba su bajo Hoffner de siempre y mi papá se secaba las lágrimas por debajo de los lentes.
Fernando me había contado que de adolescente, en Cumaná y en plena beatlemanía, se subía a la terraza de la casona donde se crió y, desde el techo, alargaba la antena de su radio Phillips, moviéndose y apuntando hacia el norte, procurando captar emisoras trinitarias que, al ser la isla una colonia británica, iban un paso adelante en la promoción de los nuevos hits de los Fab Four. Al verlo allí, podía imaginarlo de muchacho, a mediados de los años 60, allá en un rincón de Venezuela, bien al este y a orillas del mar, pescando estas mismas canciones frescas en el espectro radial.
Cuando cuenta esa anécdota, suele detallar que “Paperback Writer” la oyó por primera vez así. Y ahora Macca la estaba tocando frente a él, usando la misma guitarra con la que grabó. Después subió a un piano de cola negro, desde el que entonó “The Long and Winding Road” y la balada “My Valentine”, de Kisses On The Bottom, su álbum más reciente en ese entonces. A Linda le dedicó “Maybe I’m Amazed”, a Lennon le cantó “Here Today” y a George Harrison le dedicó su versión de “Something” con ukulele, similar a la del Concert for George. También tomó una mandolina para “Dance Tonight” y sorprendió con “Hope Of Deliverance” y “And I Love Her”, en modo intimista; todo lo intimista que se puede ser frente a 30 y pico mil personas.
Es difícil determinar el clímax cuando se trata de un show de Paul McCartney, que suelta consecutivamente canciones como “Ob-La-Di-Ob-La-Da”, “Back In The USSR” y “I’ve Got a Felling”, y luego, sin respiro, sigue con “Let It Be”. La concentración de energía y sentimientos resultaba aplastante para nosotros, que sólo agitábamos los brazos y aplaudíamos porque cantar desde el público en un show así es un pecado. En “Live And Let Die” nos deslumbraron los fuegos de artificio, la iluminación a toda mecha y el ritmo vertiginoso de una persecución de James Bond. El corazón se nos salía por la boca y ahí, cuando creímos alcanzar la cima, sonó “Hey Jude”.
Papá, poco habituado a este tipo de shows masivos, creyó que la fiesta se había acabado. Pero era el primer encore y faltaba mucho. No tardó en llegar “Lady Madonna”, que abordó desde su piano vertical con motivos psicodélicos, antes de seguir con las enérgicas “Day Tripper” y “Get Back”. Puro lomito. Ya habían pasado casi dos horas y media de espectáculo cuando el beatle tomó su guitarra acústica y nos regaló “Yesterday”.
Macca es uno de esos artistas que parecen menos nerviosos que su público. Un tipo feliz de hacer lo que hace. Bromeaba, siempre sonriente, y le bajaba a la presión. Era como si nos dijera: no se lo tomen tan en serio. También hablaba bastante en castellano. Preguntó si deseábamos más rock y nos complació con “Helter Skelter”. Su voz estaba sonando mejor que cuando comenzó el show. Para despedirse con un tono rocanrrolero y glorioso, se sumergió en la suite final de Abbey Road, el último que grabaron los Beatles, que parte por “Golden Slumbers”, pasa por “Carry That Weight” y culmina a modo ceremonial con “The End”. Cerca de la medianoche, el sueño terminó. El ‘Efecto Macca’ pasó y todos volvimos a tener edades distintas. Todos menos Paul.