Está empezando a querer
está sembrado de amor
el becerrero del fundo
es la primera mujer
que lo ha mirado profundo.
La pena del becerrero, Simón Díaz.
Los elementos más poderosos de una obra de arte son,
con frecuencia, sus silencios.
(Susan Sontag)
Un hecho importantísimo en la comprensión mundial de la obra de Simón Díaz encuentra sitio en el año 1995. El track número 17 del disco Fina Estampa en Vivo de Caetano Veloso, ofrecía una joya breve y perfecta que cerraba un recorrido por la tradición americana de la canción. Luego de sambas, boleros y hasta versiones de rock, sonaba la esencial “Tonada de luna llena”, casi como una adenda alienígena. Ver y sentir a Veloso interpretarla a capella recordó el poder casi chamánico que una composición musical puede tener sobre un auditorio.
Desde entonces la “Tonada de luna llena” comparte junto a “Caballo viejo” y un selecto par adicional, el sitial de las canciones más interpretadas de Simón Díaz en el mundo. Es casi inequívoca. Son pocos los cantantes venezolanos que se resisten a incluirla en sus repertorios. Es curioso. Es una creación casi sin música instrumental, o concertada. Es una canción silente, hecha frente a la inmensidad. Si cada palabra dice más de lo que dice, estas suenan más de lo que suenan. Se puede recitar, se puede cantar, se puede leer.
En el silencio de Simón Díaz y sus canciones está el llano y su final confusión con el horizonte. Si en Suiza se hacía el orolei ji-jú, que se ve en películas, con el fin de jugar con el eco de las paredes de las montañas, en el llano la tonada se extiende como el avance de un sol durante el día. Es allí donde las notas corren. Nadie describió este fenómeno como Simón Díaz. Nadie lo supo cantar como él. El espacio condicionó su canto y su canto condicionó la lectura que le damos a nuestro paisaje. El país de las grandes ciudades descubrió su entraña, su carácter propio a través de sus canciones.
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Es la historia de un artista que convenció a un país entero de que la maravilla estaba en su alrededor más próximo. Para maravillarse no había que ir más allá de la cordillera de los Andes, o el delta del Orinoco. Del amor a lo que somos e invariablemente seremos.
Un hombre cuyo legado genera una reacción inmediata de identificación en cualquier lugar del mundo. Escuchar la música de Simón Díaz es para millones de personas como si las llamaran por su propio nombre. Una sílaba o un rumor entre palabras que basta para situarnos en un territorio profundo, imposible de amenazar.
Jamás sabremos con precisión cómo llegó Simón Díaz a la canción, ese formato que transformó en un vehículo para contar su país. Un abanico de talentos nos permite adivinar en él un sinfín de potencialidades. Su creatividad fue la de un cineasta, novelista, pintor o humorista. Sin embargo, algo pasó con la canción que resultó definitivo. El encuentro devino en la composición de un imaginario y un lenguaje que reúne todas las opciones anteriores. El paisaje se hizo imagen y la imagen, canciones.
Entre dejos vocales, dichos y silbidos, creó al personaje que lleva su nombre, usa un pantalón caqui, una franela blanca y va o viene de una jornada de ordeño. Es él mismo, con un pretexto muy claro: conseguir que lo propio no nos resultara tan ajeno a los venezolanos. Avanzó en línea recta hacia esa región presumida y superflua de la idiosincrasia venezolana que priorizaba su atención cultural hacia cualquier cosa venida del extranjero.
Copiando, recreando y rescatando del olvido leyendas, modos y rimas, el artista le devolvió al país un aroma que los balancines de petróleo y las torres de dinero convertidas en asfalto y edificios de cristal le habían arrebatado. El país, encerrado entre el tráfico y el desorden que caracterizó el crecimiento de sus ciudades, parecía negar su propia naturaleza y con esto, toda la riqueza y extensión de su territorio.
Simón acumuló dentro de sí una fórmula que luego le resultó imposible contener. Con el paso de los años, se fue convirtiendo en el homólogo de lo nacional. Se convirtió en alguien y algo único y ese concierto de sensibilidades está impreso en toda su obra, con un estilo cuya perfección nadie puede esquivar. Es algo tan puro que no amerita instrucción. Todos estamos en capacidad de percibir y fascinarnos con esa sensibilidad tan suya. Después de todo, ninguno de nosotros es el mismo después de escuchar con atención una tonada.
No hubo corral para su profusión creativa y no podía haberlo, porque no se trataba de una compulsión creativa para su regocijo, sino de una vocación. Allí donde pudiera entrar o sonar su voz, allí podía estar Simón y con él, la identidad de un país que puja con sus herencias y tradiciones.
Quizás por eso, porque hay venezolanos que lo recuerdan en la pantalla del televisor mientras almorzaban, lo veían en sus caricaturas, o lo oían en la radio por las noches o desde sus tocadiscos, su relación con las audiencias de todas las edades es sobre todo íntima.
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Las canciones convirtieron el hacer y el sentir cotidiano en una felicidad al mismo tiempo lúdica y sublime. Una especial maestría le permitió narrar en pocos versos, con imágenes poderosísimas, escenas múltiples del drama personal, sentimental e histórico de su país.
Perfeccionó una contención que dibujaba con pocas señas escenas totales, comprendidas muchas de ellas desde una profunda intuición. La fauna y la flora cobran aquí su porción no solo de inspiración, sino de leit motiv. Simón hizo de la vista panorámica un paisaje, y de éste, su mayor hechizo. Una obra monumental, que por lo demás, no abarca solamente la música, sino la televisión, la radio, la locución y la publicidad.
Entra entonces otra fecha fundamental en su recorrido vital: el año 1964, que es cuando aparece la punta de lanza de todas las tonadas que vendrían incluidas en varios discos. El video de la canción nos muestra a un hombre en blanco y negro, solo con su voz y su cuatro. Con una proximidad sagrada. Total. Como si la voz contuviera una fuerza telúrica y la apaciguara estrofa a estrofa, en medio de un estudio de cine y rodeado de actores, porque en efecto el videoclip no es sino un extracto de la película “Isla de Sal” en la que Simón aparecía como invitado.
Fue allí donde empezó un nuevo camino para él y su obra. A la tonada llanera no solo la salva del olvido casi inminente, sino que la sujeta y renueva, convirtiéndose en su mejor cultor. Todo parece mostrarse por primera vez. En medio de un país enfermo de vanguardias cosmopolitas, Díaz vuelca sus letras hacia la sencillez de la tierra extensa. El rocío del monte en los ruedos de los pantalones. El recuerdo del sudor de unas bestias sueltas, al galope.
Así llegó el abrazo de una voz que reunía todas las voces del llano y con él, toda la génesis de nuestro idioma y nuestra cultura. Nadie podía creer que ese género naciera de la noble y diaria rutina de cantarle a las vacas durante las madrugadas de ordeño, en principio para relajarlas, pero luego casi a modo confesional. La mayoría de las tonadas se improvisaban un poco o asumían rimas populares que nadie sabía muy bien de dónde venían, como los astros o los pájaros de mal agüero.
Parte del dominio en la composición tan particular de sus canciones radicó en la perfección de un lenguaje poético y musical. Poético porque el genio de Simón le devolvió a la gente su propia habla. No extraña saber que pasaba muchísimas horas escuchando programas de radio de estaciones remotas, casi alucinadas, más que escuchando música. Cómo dudarlo: ¿Qué es en este caso la música sino el silencio entre las palabras?
En todo su despliegue no hay barroquismos, ni pastiches. No hay presunción ni pompas. Díaz no escribía como los poetas de la época y tampoco componía como los músicos de moda. Nada que ver. Sus versos, sus coplas y sobre todo el imaginario que manejó, lo convirtieron en un referente universal, a la altura de cualquier autor de literatura, clásico o contemporáneo.
Fue uno de los mejores cronistas que tuvo el siglo XX venezolano y quizás el más particular. Es imposible atrapar con la mano una sola definición que reúna, como una pieza, lo que Simón Díaz hizo y además terminó siendo para todos nosotros.
¿Cómo puede sonar un país? ¿A qué suena ese casi millón de kilómetros cuadrados del que nos solemos jactar y conocemos tan poco? ¿Por qué la mirada de nuestra sensibilidad se obsesionó tanto con los centros urbanos y apartó, renegando, sus tradiciones culturales, orales y musicales?
Para toda una generación de venezolanos, la realidad de una situación social y política tan compleja ha hecho que ahora toque revisar esos sonidos que se hicieron música, esas imágenes poéticas que se hicieron crónica y poesía, desde el extranjero. De algún modo, la música, el legado de Díaz, ahora es más que un registro excelso de lo que somos o hemos sido. Se trata de una promesa. La de buscarnos y encontrarnos en nosotros mismos, en el rastro de nuestros propios actos y hechuras, en el arado a veces estéril y a veces fecundo, que escribe el paso del tiempo en nuestra historia.