Jorge Torres: «Ya no le tengo miedo al formato minimalista»


Jorge Torres en blanco y negro

Hubo un tiempo en su vida en el que Jorge Torres consideró dejar la mandolina. Él, que desde niño había estudiado el instrumento en la Escuela Superior de Música José Reyna de Caracas, se interesó tanto por el rock durante su adolescencia que quiso cambiarlo por una guitarra eléctrica.

No tardó mucho en volver a sus rieles, y todo gracias a su amigo y compañero de clases Edward Ramírez (C4 Trío). Un día, Ramírez le pidió prestada la mandolina a Jorge. Al poco tiempo, Edward tenía una buena cantidad de repertorio montado. “Yo me piqué —confiesa Torres—. Le pedí que me la devolvier y que me diera un tiempo para estudiarme los temas que él ya se sabía, y que así podríamos hacer música juntos: Él con el cuatro, yo con la mandolina”.

El giro fue determinante. La mandolina se convirtió en la compañera de vida de Jorge. De la José Reyna pasó a ver clases con Patricia Rojas. Luego, con Pedro Marín, Ricardo Sandoval, Cristóbal Soto y Yolanda Aranguren. Se graduó del liceo y, tras estudiar cuatro semestres de Estadística en la Universidad Central de Venezuela, se inscribió en el Instituto Universitario de Estudios Musicales (actual Unearte), donde obtuvo la licenciatura en Música.

Junto a Ramírez y al guitarrista Álvaro Paiva-Bimbo, formó el ensamble Kapicúa, que sería parte de la Movida Acústica Urbana. Junto a su esposa, la cantante Andrea Paola Márquez, conformó más tarde el dúo Torre de Grillos, nominado en 2022 a los Premios Pepsi Music. Con Guataca, produjo el disco doble Homenaje Gualberto Ibarreto (2016), con el que colaboró una lista variopinta y notoria de instrumentistas y cantantes. También participó en dos discos ganadores del Latin Grammy —de Ilan Chester y La Vida Bohème— y representó a Venezuela en programas internacionales como One Beat (Estados Unidos) y Circulart (Colombia).

Torres es uno de los mandolinistas latinoamericanos más importantes de su generación. En su carrera como solista, en la que ha usado una mandolina de 10 cuerdas (diferente de la habitual, que tiene ocho), ha firmado tres trabajos: Estado Neutral, su álbum debut editado por Guataca en 2010; el sofisticado En la cuerda floja (2018); y Hing (2022), el que está a punto de bautizar en el momento en el que se produce la conversación.  

—¿En qué momento decides cambiar la mandolina de ocho cuerdas por la de diez?

—La vida me empujó. Ya yo estudiaba en el Iudem, e incluso ya tocaba en Kapicúa. Recuerdo que salí de un ensayo de Multifonía, una de las agrupaciones en las que estaba, y me fui a mi casa en metro. Al llegar a Parque Carabobo, me robaron. Entonces le escribí a mi luthier, Cosme López, y fue él quien decidió hacerme una mandolina de 10 cuerdas, porque consideraba que, como músico joven, yo debía experimentar nuevos horizontes con el instrumento. Ciertamente, ya yo conocía la mandolina de 10 cuerdas, por Hamilton de Holanda, pero nunca había tenido una en mis manos.

—La mandolina tiene mucho protagonismo en el oriente venezolano. ¿Qué exponentes de la música oriental te han inspirado?

—Muchos, pero fundamentalmente Estelio Padilla y Remigio “Morocho” Fuentes. Sobre todo ese último. Yo estudié la música oriental venezolana gracias a un casete con un material que grabó Morocho. Mi profesor de ese momento, Orlando Cardozo, me puso el reto de montar todos los temas de ese proyecto. Luego, cuando vi clases con Pedro Marín, caí de nuevo en ese mismo material. Remigio tocaba el estribillo en cualquier tono con mucha facilidad, y eso es muy difícil de lograr en la mandolina.

—Tu primera composición fue, justamente, un joropo oriental: “El toquitoca”…

—Ciertamente. Creo que es una de las composiciones mías que más se han tocado. A pesar de que es sencilla, me siento muy orgulloso de esa pieza, porque creo que aborda muy bien la música oriental, cosa que no es fácil para uno el caraqueño.

—Como compositor, ¿cuánto sientes que has evolucionado desde “El toquitoca” hasta los temas que forman parte de tu nuevo álbum?

—Creo que lo más notorio es que hoy me siento compositor. Siempre he valorado la importancia de componer, pero a mí me costaba muchísimo. En Kapicúa, por ejemplo, la propuesta era hacer música original: Álvaro era muy prolífico; Edward también tenía una gran facilidad para llevar material original; para mí era complicado. Pero sí tenía en mi cabeza esa idea obstinada de querer hacerlo y esforzarme para lograrlo. No hay mejor forma de mostrar tu voz que a través de tus creaciones. Ésa es tu manera de decirle al mundo cómo ves la música.

—A la hora de componer, hay gente que suele ser más mística y otra más pragmática. ¿Cuál es tu fórmula?

—Sentarme a tocar. En ese proceso de trabajo, en algún momento comienzan a llegar ideas que grabo y guardo. A veces los temas no salen completos, pero las frases están grabadas. Entonces, con el tiempo retomo esas ideas y encuentro la manera de terminarlas. Considero que la composición no es una actividad rápida ni mística. En mi caso, no es así. Yo me siento, pruebo, toco, soy exigente… Busco cómo resolver la melodía y la progresión. Le doy muchas vueltas hasta que me siento convencido. Pero creo que es un músculo que debes entrenar. Mientras más lo haces, se va haciendo más llevadero.

—En los años de la Movida Acústica Urbana, ¿qué representaba Kapicúa en ese colectivo de agrupaciones?

—Kapicúa tenía, junto a C4 Trío, uno de los formatos más particulares. A la gente siempre le llamó la atención que fuéramos un grupo sin bajo: guitarra, mandolina y cuatro. Después incorporamos las maracas. También éramos muy arriesgados en el área de la composición. Eso para mí fue una gran escuela. Hoy en día pienso que, quizá, no haría ciertas cosas, pero ese trabajo de experimentación no lo cambiaría por nada. Me da risa, porque con los años varios me confesaron que nunca entendieron nuestro concepto, pero para nosotros fue importante, porque pudimos experimentar con los géneros venezolanos, sin miedo al qué dirán.

—¿Crees que sea posible un reencuentro de Kapicúa?

—Yo pienso que sí. La verdad es que nosotros nunca nos disolvimos. Simplemente nos fragmentamos, por la diáspora. Actualmente los tres estamos ocupados con nuestros proyectos, pero esa ventana sigue abierta.

—¿Qué similitudes encuentras entre Estado neutral, En la cuerda floja y Hing, tus tres álbumes?

—Creo que son tres discos que van unidos, y el hilo conductor de ellos es la mandolina de 10 cuerdas. En Estado Neutral fue donde comencé a usar esta mandolina. Hay unos tracks del disco en los que usé bastante el recurso, como el tema que le da nombre al proyecto, por ejemplo, que grabé con Gonzalo Teppa y Diego “El Negro” Álvarez. Ese formato (mandolina, bajo y percusión) me inspiró a hacer En la cuerda floja (2018), un disco grabado completamente a trío y con puras composiciones mías. Y eso conecta con Hing (2022), donde por fin me atreví a mostrar la mandolina sola, sin ningún acompañante, para que la gente pueda discriminar mejor toda la polifonía que se genera con este instrumento.

—¿Cuál fue el génesis de Hing?

—La inspiración para hacer este álbum surgió por las participaciones internacionales que he tenido en los últimos años: One Beat, Circulart, los viajes con Andrea Paola… Todas esas oportunidades me impulsaron a concretar el proyecto. Cuando viajas y no tienes músicos que te acompañen, te ves en la necesidad de tocar solo. En 2019, cuando fui a One Beat, me quedé dos meses más en Colombia haciendo música. Cuando llegué a Venezuela, decidí que quería compartir lo que registré en esa experiencia. Entonces hice un concierto solo en la Hacienda La Trinidad, un mes antes de la pandemia. Lo que vino después ya es historia: Dos años de encierro en los que pude aprovechar para componer aún más, y completar este disco que tiene 13 tracks.

—Andrea Paola no es sólo tu esposa, sino tu compañera de trabajo. Ambos llevan adelante Mi juguete es canción y La Torre de Grillos. Profesionalmente hablando, ¿de qué manera te complementa ella a ti?

—Creo que profesionalmente yo he dado un cambio importante desde que estoy con Andrea. El medio musical es muy complejo. No todo es talento. Nosotros, los creadores, muchas veces no sabemos cómo buscar las cosas, cómo organizar un dossier, cómo llevar nuestras redes sociales. Yo ni siquiera tenía Instagram, por ejemplo, y todo eso ha sido impulsado por mi esposa. Además, admiro lo extremadamente talentosa y creativa que es. Ha sido ella quien me ha llenado de fuerza para creerme este asunto de que, con la mandolina, pueden hacerse más cosas y se pueden llenar más espacios. Yo no habría pensado nunca, por ejemplo, en tener un proyecto a dúo de mandolina y voz. Hoy por hoy, La Torre de Grillos tiene un disco maravilloso, que me encanta y que está nominado a los Pepsi Music. Eso fue idea de Andrea, no mía. Ella siempre tuvo y tiene la confianza de que ese formato íntimo funciona. Y ha sido fantástico, porque me ha aportado un crecimiento musical importante. Ya no le tengo miedo a lo minimalista. Más bien, ahora soy yo quien apunta a ese formato.

—¿Quiénes son los infaltables en tu playlist?

—Es complicado porque en esta era de Spotify, uno puede escuchar de todo. Sin embargo, puedo nombrarte a Hamilton de Holanda, Pat Metheny, Ensamble Gurrufío, Aquiles Báez, Henry Martínez, Jorge Drexler y Bach.

—Si no fueras mandolinista, ¿cuál crees que sería tu instrumento musical?

—Me habría gustado ser guitarrista. Siempre he dicho que soy un guitarrista frustrado.

—Finalmente, ¿qué consejo le das a los músicos más jóvenes?

—Que escuchen mucha música y que se formen. Yo valoro mucho el conocimiento empírico y autodidacta, pero estamos en una época en la que los músicos debemos ser lo más integrales posibles.


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